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No podía imaginar que tardaría tantos días en escribir sobre el viaje por los Países Bajos… ¿La razón, o la culpa?, un inesperado catarro de verano que me ha dejado con poca energía y sin ganas de hacer nada que no sea estar tumbado o “dondiar” de un lado para otro, incapaz de concentrarme. Por tanto, ya desde el inicio, dirijo mi maldición a todos los aires acondicionados, que bien podrían llamarse “aires malintencionados”, porque someten a nuestros cuerpos a variaciones térmicas poco recomendables…
El pasado 19 de julio volamos desde Barcelona hasta Ámsterdam, con algo de retraso por esa huelga de celo de los controladores (¡qué denominación más acertada!, pues controlan los vuelos y las vacaciones, los tiempos, de las personas que caemos en su entorno de influencia) y nos instalamos en la Plaza Dam; sin duda, uno de los centros neurálgicos de la ciudad holandesa; concretamente en el hotel Krasnapolsky (con un nombre, creemos, más ruso que holandés, pero de administración española). Con el plano de la ciudad en la mano, a lo largo de los días que hemos estado en Ámsterdam, nos hemos dedicado a patearla a base de bien para tener una idea completa de su estructura y de su vida.
Nos ha parecido una ciudad singular, atractiva por el respeto a la apariencia antigua de las fachadas de sus casas, por esa estructura de canales que la convierte en una ciudad silenciosa, debido a la limitación de la circulación de coches y al uso habitual de la bicicleta. Quedamos asombrados de la cantidad de bicicletas que vimos aparcadas en los lugares más insospechados (algunas, es verdad, que tenían toda la pinta de ser inservibles por estar con ruedas deshinchadas o pinchadas o con telarañas entre los radios de sus ruedas o entre el manillar y la baranda del puente donde se apoyaban) y sobre todo, quedamos asombrados de la cantidad de gente que la utiliza habitualmente: hombres, mujeres, niños; hombres o mujeres con mochila a la espalda; hombres o mujeres bien vestidos; mujeres con zapatos de tacón, faldas cortas y bolso de ir de fiesta; mujeres u hombres conduciendo con una mano y sujetando el móvil con la otra, mientras llevan una divertida conversación (a juzgar por la amplia sonrisa mostrada); parejas cada cual en su bici y cogidos de la mano; bicicletas con dos personas: una de ellas sentada de costado en el “portabultos”; bicicletas con un carrito delante donde llevan a los chicos o a media docena de gatos… Miles y miles de bicicletas silenciosas, en definitiva, que circulan por todos lados y que te dan unos cuantos sustos cada día, porque cada poco rato estás al borde del atropello. Pero, bicicletas que ofrecen un paisaje urbano diferente, con muy poco ruido y con calles despejadas y sin humos; bicicletas que abogan por un ciclismo popular en pleno Tour de Francia…
Paseamos por muchas calles, nos sentamos en algunos bancos y nos sorprendimos de la quietud y del silencio en pleno corazón de la ciudad. A ello, sin duda, también contribuye la visión casi constante del agua mansa de los canales, surcados por silenciosos barcos de turistas, por piraguas o por pequeñas embarcaciones que permiten paseos románticos o pequeñas excursiones de reducidos grupos de amigos. Continuamente, la calle se torna puente cuando llegas a un canal y el andar llano en subir y bajar el mismo, mientras una procesión intermitente de bicicletas recorre todas las direcciones posibles. Muchas flores por todos los lados, muchas terrazas de bar ocupando todo el espacio disponible con las sillas y las mesas muy juntas y mirando hacia la calle para ver pasar al personal (un desfile inacabable de personas multicolores, tanto en sus facciones como en la vestimenta); fachadas estiradas de distintos colores con originales y muy atractivos motivos arquitectónicos; escaparates muy vistoso en sus tiendas y bastante basurilla por el suelo, todo hay que decirlo. No nos pareció una ciudad limpia, Ámsterdam; quizás la culpa la tengamos los turistas (me refiero a los que son incapaces de usar las papeleras para deshacerse de los envases después de haber comido y bebido), pero en algunos puntos de la ciudad y también en algunos recovecos de los canales, se encontraba uno con demasiada suciedad… Estuvimos en el museo de Van Gogh, con mucha gente visitándolo. La instalación ofrece una parte significativa de la obra de este genio de la pintura que no pudo disfrutar de los favores del público en vida y que ahora es mundialmente admirado. Nos encontramos por casualidad con una bonita estatua dedicada al escritor y maestro Theo Thijssen quien (según nuestra eficiente informadora, Anny) fue un maestro innovador y hoy día se concede un Premio de Literatura Infantil, en Holanda que lleva su nombre. La sensación que uno tiene en Ámsterdam es la de vivir en una ciudad en la que cada cual hace lo que quiere sin importarle nada lo que hagan o piensen los demás…
Con un Thalys (que no mejora en nada a nuestros AVEs) nos trasladamos hasta Bruselas, para alojarnos cerca de la catedral, de la estación central y de la Grand Place. Como en el hotel están todavía acondicionando la habitación, nos acercamos a ver la catedral y podemos sentarnos, bien fresquitos, a escuchar un concierto que está ofreciendo una orquesta joven venida de Inglaterra. Pasamos casi una hora encantados de la vida. Todas las iglesias, catedrales, y demás centros de culto se visitan gratis y sin restricción alguna… ¡A ver cuándo aprendemos por aquí, coño!
Con la compañía de nuestra amiga Anny visitamos la Bruselas monumental, con grandes edificios: Palacio Real, Biblioteca, sedes de grandes compañías, antiguos palacios, iglesias… ¡Nada que ver con lo que habíamos podido ver en la capital de Holanda! Terminamos el recorrido en la Grand Place, admirando los anárquicos edificios que la rodean, delimitando entre todos un espacio mágico que concentra cada tarde-noche a bandadas de turistas que miran esta fachada, luego la otra y así sucesivamente, mientras sus cámaras digitales no dejan de disparar instantáneas a diestro y siniestro. Una de las noches que acudimos hasta allí, asistiremos a un espectáculo de luz y sonido bastante sorprendente. Era sábado y era el día que más gente había en la plaza.
Llaman nuestra atención la cantidad de tiendas de recuerdos, tiendas de cervezas y de chocolates que vamos encontrando por la ciudad, sobre todo, en el entorno de esa zona histórica tan atractiva.
Desde la Estación Central salen trenes continuamente que comunican la capital con el resto de las ciudades del país. Tomamos un tren y viajamos hasta Brujas. En el andén, nos espera Anny, que nos acompañará el resto del día. Pasamos toda la jornada recorriendo calles, plazas, visitando monumentos, haciendo fotos, descubriendo rincones insólitos… Brujas es una ciudad con un casco histórico extensísimo y extraordinariamente bien conservado: los canales, las fachadas, las puertas y ventanas, los adornos añadidos, los escaparates de las tiendas, los arriates con flores… Interminable la lista de rincones bellos que llaman nuestra atención.
A medida que pasan las horas, son más y más las personas que deambulan por sus calles. En la Plaza, que recuerda vagamente a la Gran Place de Bruselas, hay ya un número importante de gente comiendo en los restaurantes y paseando por entre los caballos y las carretas que cargan turistas todo el día para darles un paseo por la zonas más celebradas de la ciudad. Terminamos el día encantados de los paseos y de todo lo que hemos visto. Una ciudad que, a ratos, parece de cuento, muy bien conservada…
Al día siguiente nos ocupamos de Bruselas nuevamente: visitamos el Museo del cómic, hacemos una visita fugaz al Manneken Pis y una foto a la chapa que indica “Rue des Moineaux o Mussen Straat” (calle de los gorriones). Callejear los contornos o los entornos de la Gran Place siempre ofrece novedades y curiosidades. Nos acercamos, usando el metro, al Atomiun: el símbolo de la ciudad, resto que dejó la Exposición Universal de 1958 que se celebró en la capital belga y, tras recorrer jardines y visitar alguna iglesia regresamos por delante del estadio Heysel (hoy llamado Rey Balduino) donde se produjo la matanza de aficionados de la Juventus, en la final de la copa de Europa, contra el Liverpool, en 1985, para coger de nuevo el metro y volver al centro.
Gante es el objetivo del penúltimo día del viaje. Es domingo, pero no hay problema de transporte. Tomamos un tren en la Estación Central y en el andén de salida, en Gante, ya tenemos a Luc y Anny esperando nuestro desembarco. A lo largo del día iremos recorriendo la ciudad en la que nació Carlos V, mientras escuchamos, incesantes, los sonidos de la fiesta. Son fiestas mayores en Gante y algunos garitos, toldos y escenarios dificultan la vista de algunos edificios emblemáticos o algunos paisajes callejeros, pero esas son cosas inevitables y circunstancias con las que debemos vivir… El recorrido urbano nos lleva a descubrir edificios emblemáticos, fachadas muy bien restauradas, rincones deslumbrantes: una ciudad con un pasado histórico importante y con una fuerza económica que la hizo también muy importante; aún lo es, desde luego. Luc y Anny nos van proponiendo y nos acompañan en un recorrido ciudadano que nos lleva a descubrir callejas, edificios, monumentos… la torre inmensa de la Biblioteca Universitaria o la fachada de una escuelita Freinet (Freinetschool de Harp); un castillo de cuento en medio de la ciudad o la monumental atalaya que la “protege”; una vieja casa de fachada restaurada convertida en restaurante o una casita esquinera que alberga una extraordinaria tienda de chocolates… En definitiva, una ciudad llena de encantos que pateamos a lo largo de todo el día. Luc y Anny, tras invitarnos a cenar tempranamente en su casa, nos acercaron a la estación de tren y allí tomamos uno para regresar a Bruselas, dispuestos a pasar la última noche y la última mañana en la ciudad…
Nos preparamos para el regreso, después de ocho días de viaje, y recorremos algunas zonas comerciales de Bruselas para realizar las últimas compras (sobre todo las relacionadas con los chocolates y bombones que tantas veces hemos visto en los escaparates). Y hay un pensamiento recurrente para cuando lleguemos a Barcelona: cenar tortilla de patata, comer pan con tomate, tomar un café con leche normal… Bueno, ya se sabe, esas cosas a las que uno está acostumbrado y que echa de menos… Pensando en las bicicletas, en los canales, en los puentes que comunican unas calles con otras, en los escaparates, en los tranvías, en las delicias de chocolate que “te miran” desde los ventanales de las tiendas, en las fachadas que a medida que ascienden se adelgazan, en las huellas que ha ido dejando la historia, en las vetustas piedras y en los modernos edificios…
La verdad es que este verano he descuidado mucho más de lo habitual el hecho de escribir en el blog. Es normal que uno, cuando está de vacaciones, abra un paréntesis en las actividades cotidianas que suele ir haciendo y las deje en suspensión, pero yo me venía resistiendo como un cosaco a abandonar esta práctica de escribir cuatro o cinco textos mensuales para dejarlos expuestos a las miradas curiosas.
“¡Este verano, este hombre ha sucumbido a la pereza!”, diréis… Y no es del todo cierto. Uno de los elementos desanimadores más potentes lo constituye el deterioro de la señal con la que se recibe Internet por estas tierras. Hasta hace unos meses, conectándome a la línea telefónica desde casa, podía leer y usar el correo electrónico, pero desde las pasadas navidades no se cargan las páginas y me resulta imposible. La alternativa es acudir a la biblioteca a usar el “Internet rural” que ha ido perdiendo potencia y ya no permite publicar un texto en el blog, ni subir unas fotos al facebook, ni mantener actualizada la página web… Tantas dificultades obran como un lastre y uno se deja llevar y piensa que después de casi seis años de blog muy activo, bien estará descansar un poco este verano…Y ahí están las razones de este parón momentáneo. Aunque ahora tengo dos bocas electrónicas que alimentar: el blog (http://gurrion.blogia.com) y la web: (http://macoca.org), espero que cuando llegue septiembre vaya cogiendo la forma (tras una rápida pretemporada) y “les vaya dando de comer” sin más problemas, je, je.
Como ya el azar dejó instituido en 2008, hoy es un día especial para nosotros: de alegría porque nuestro hijo Daniel cumple años y de añoranza y tristeza porque también se cumplen dos años del fallecimiento de mi padre. El 20 de agosto, por obra del azar, se ha convertido para mí en una de las fechas más significativas del año. Ahora mismo, a las nueve de la mañana, tras las tormentillas de la tarde-noche de ayer, el día ha comenzado soleado y fresco de temperatura. Imagino que por la tarde, acompañaremos a mi madre al cementerio, a depositar un ramo de flores, mientras se aviva el pensamiento y el recuerdo hacia él. Ayer tarde, mientras dábamos un paseo por los caminos de la huerta con Mercé, lo recordaba una vez más, viendo los huertos que trabajaba en vida (muchos de ellos yermos ahora), evocando los trabajos que hacíamos en ellos o su ligero caminar con la azada al hombro yendo a comprobar el caudal de agua en la derivación de la acequia, recorriendo la distancia entre un huerto y otro cuando habíamos acabado la faena en el primero o regresando a casa por la tarde para empezar las faenas con las vacas… Daniel, por su parte, anda inmerso en los entrenamientos de pretemporada, de modo que tendremos que felicitarlo a distancia y posponer la celebración para más adelante.
Ya hace días que se editó y distribuyó el número 120 de la revista El Gurrión. El mes de agosto es siempre “mes de nacimiento” de un “gurrión”, junto con febrero, mayo y noviembre. Precisamente, cuando lleguemos a noviembre y salga a la luz un nuevo capicúa, el 121, se cumplirán 30 AÑOS desde que el número 0 comenzó, en noviembre de 1980, esta singular aventura. Si alguien necesita ejemplos de constancia, aquí tiene uno bien evidente, sobre todo si lo que necesita es un ejemplo de “trabajo constante no remunerado”. Como otras aventuras en las que uno participa, “El Gurrión” es una fuente incesante de buenas noticias y aunque hay cenutrios identificados, que sin comprarlo ni leerlo, lo critican o quieren descalificarlo (la envidia, la impotencia y la mediocridad suelen ser letales para mantener el equilibrio psíquico de algunas personas), aquí “en la fábrica”, tenemos la moral muy alta, la autoestima perfectamente alimentada y no pensamos reblar ni de broma. Creemos en lo que hacemos y además, creemos que lo hacemos bastante bien, je,je. Aquí os dejo con el texto de presentación del último número:
PRESENTACIÓN – EL GURRIÓN 120
¡Que lleguen las fiestas!
La vida de los seres humanos resulta complicada, puesto que las interacciones que uno se ve obligado a establecer no siempre son favorables. Entonces no queda más remedio que apechugar con lo que nos toca y tratar de minimizar los efectos negativos que tales cuestiones pudieran tener. Es muy probable que, a la hora de la verdad, tengamos menos poder de elección del que nos parece y sea el azar quien coloque a nuestro lado o frente a nosotros, personas, circunstancias, encuentros, olvidos, lugares, alegrías, sinsabores, etc. elementos, en definitiva, que ayudarán a levantar nuestro ánimo o que contribuirán a mantenerlo en niveles deplorables… Como estamos de vacaciones y tendrán tiempo, no dejen pasar la ocasión de reflexionar sobre todo esto, para encarar con alguna estrategia nueva el otoño y el invierno que acechan en el horizonte.
El caso es que últimamente (aunque ya hace tiempo que viene siendo habitual) si miramos los informativos o la prensa diaria, encontramos pocos motivos para alegrarnos: pinchazo de la burbuja inmobiliaria, aumento del paro laboral, abaratamiento de los despidos, crisis económica, dinero para los bancos que presumen de magros beneficios, pérdida de conquistas laborales del pasado, justicia envuelta en constantes injusticias, sinvergüenzas enriquecidos sin dar palo al agua, especuladores ladrones, magos de las finanzas que se han quedado sin magia (pero con la pasta),visionarios que han resultado cortos de vista, enfrentamientos bélicos reiterados, guerras inútilmente alargadas, deplorables y continuos conflictos religiosos, hambrunas, desastres naturales en todas las latitudes y una lista aún más larga que a nadie se le escapa. Y también es cierto que, por estos pagos nacionales tan maltratados, es el deporte el que, de unos años a esta parte, proporciona de cuando en vez alegrías para compartir, noticias para celebrar: Nadal, Alonso, Gasol, Lorenzo, Pedrosa, Elías, Casado, Domínguez, Jiménez, Contador, la selección nacional de Baloncesto, la selección nacional de Fútbol…, por poner solo unos ejemplos, agitan el orgullo y permiten sacar pecho a quien quiera hacerlo…
De modo que, uniendo lo anterior con lo que sigue, recibamos las fiestas veraniegas (y mantengamos la misma disposición para las que celebremos el resto del año) como expresión máxima de la alegría necesaria, del optimismo recomendable, de la vida misma. Este tiempo de vacaciones que nos permite romper rutinas, olvidarnos de relojes y horarios, que nos proporciona otras compañías y nos ofrece nuevos paisajes, que nos dibuja itinerarios diferentes y nos propone actividades nuevas, vivámoslo con la suficiente intensidad interior para que nos fortalezca y cargue nuestras baterías de energía y con la suficiente complicidad exterior para que nos sintamos relacionados y reconocidos y eso también se transforme en energía vital. En este tiempo veraniego, las fiestas están por todas partes y pueden ser el mejor antídoto contra la oscuridad del actual horizonte laboral, del otoño político que viene, del próximo curso escolar… Ahí tenemos una oportunidad de cultivar algo el optimismo, celebrar la cultura, intensificar las relaciones y mejorar nuestros estados de ánimo de cara a vivir con renovadas ilusiones, con serenidad y sentido común y para mantener la esperanza de que saldremos de esta situación, simplemente, porque ya hemos salido de situaciones peores. Que las Fiestas Mayores de Labuerda y todas las que vivas este verano, te ayuden a ser más optimista y un poco más feliz.
Y aunque el anterior texto se titula “¡Que lleguen las fiestas!”, debo decir que cuando escribo esto ya hace unos días que han acabado. Creo que han sido unas fiestas inolvidables (y también parecían interminables). Cinco días de actos, músicas y bailes (del 12 al 16, ambos inclusive). Muchas felicitaciones para Ana, Sonia y Sandra, las tres mujeres que hace cinco años cogieron las riendas de la organización y que han dejado un perfil nuevo: dando entrada a la participación directa de personas casadas (madres y padres que organizan los juegos infantiles; casados que se ocupan directamente de organizar la Ronda de la Bandeja o la cena popular)… incorporando cada año novedades (la “batucada” de este año fue un puntazo y todo un acontecimiento y la celebración de la II Muestra de Coleccionismo confirmó que es posible mantener esta línea complementaria de actos). Por supuesto, la cena popular del último día (este año se ha celebrado su cuarta edición) ha sido un gran invento y no sólo está consolidada, sino que es esperada especialmente. De hecho, hay personas que acuden exclusivamente a ese acto de las fiestas, desplazándose desde su lugar de residencia.
Aunque este no sea el lugar para desgranar con detalle lo que dieron de sí las pasadas fiestas, sí es obligado mencionarlas en este texto “agosteño”; sobre todo, porque quienes las organizan dan muestras de una profunda responsabilidad en todo momento lo que, desde luego, contradice muy claramente la imagen que se da de la juventud. En Labuerda, las fiestas mayores nunca las organizó el ayuntamiento; siempre se ocuparon de ello los jóvenes y, aunque en cada época han primado unos actos u otros, han tenido un perfil u otro, en líneas generales ha habido una importante dosis de responsabilidad organizativa. En estos últimos años, Ana, Sonia y Sandra han subido el listón probablemente y han dejado un gran ejemplo para quienes tomen el relevo.
Y por lo que a mí me toca (la II Muestra de Coleccionismo, que realizamos la mañana y la tarde del día 16) estoy satisfecho, aunque reconozco que podría haber hecho bastante mejor la labor de coordinador voluntario del evento. Espero mejorar notablemente el próximo año. Nos juntamos nueve expositores y pudimos ofrecer lo siguiente: Luis Vidaller, sus relojes; Encarna García su colección de minerales y fósiles; José Luis Mur, la de programas de mano de películas españolas y algunas cámaras relacionadas con la fotografía o con el cine; Daniel Coronas, la de banderines de equipos de fútbol y la de chapas de bebidas de algunos países del mundo; Antonio Blan, la de sellos y monedas; Ricardo Coronas, la de latas viejas de productos farmacéuticos y alimentarios; Esther y Prudencio subieron desde Fraga y nos dejaron cuatro álbumes de calendarios; Anny y Luc llegaron desde Gante con tres pósteres gigantes con más de cien señales de tráfico “de escolares cruzando la calle” de distintos países ordenados alfabéticamente y yo dejé por allí una colección de posavasos, una muestra de periódicos de distintas comunidades y diferentes países y una treintena de viñetas relacionadas con el libro y al lectura (ampliadas a DINA-3 y plastificadas). Acudió gente a verla, aunque nos hubiera gustado que hubieran venido más, claro y salió una reseña de la misma en el Diario del Altoaragón el día 17. Ya hemos anotado algunos nombres nuevos para la próxima edición y comentado con los de todos los años algunas ideas; de modo que, si nadie lo remedia, en las fiestas de 2011 estaremos montando la III Muestra.
Y ya voy acabando porque este texto se ha alargado más de la cuenta. Que terminen bien este mes vacacional por excelencia. Septiembre se asoma en el horizonte y abre los brazos para acogernos en la vuelta al trabajo, ¡qué cabrón!
Hay cosas y situaciones que por más que estén ya muy repetidas, vuelven a vivirse siempre como si fuera la primera vez (o, al menos, eso es lo que a mí me parece). Descartado el sueldo (que, sin duda, no es para tirar cohetes, pero que es razonable y muy alejado de los tiempos del “pasas más hambre…”), son las vacaciones el activo más valioso de maestros y maestras. Un tiempo, sin duda, que cada cual puede ocupar en lo que estime oportuno, claro, pero que –creo- tiene una utilidad evidente: recomponer cada año los desgarros, la tensión y las heridas que las relaciones personales (a varias bandas) derivadas del trabajo cotidiano marcan el exterior y sobre todo el interior de cada maestro o maestra (al menos de quienes nos tomamos el trabajo con espíritu anarquista: diario, innovador, comprometido, continuado y a fondo).
Por eso, la última semana de agosto, tiene siempre un regusto especial. Marca cada año, el fin de una época y el comienzo de otra. Yo la estoy viviendo con emoción e inquietud (no en vano, el pasado curso estuve exento de asistir diariamente a clase); con ganas de iniciar un nuevo tiempo de contacto diario con un nuevo grupo de chicos y chicas, con la posibilidad de emprender pequeñas aventuras innovadoras o pequeños desafíos, pero también con cierto grado de pereza de retomar una singladura que uno ya ha vivido más de treinta veces (en otros más de treinta años) y de la que ya conoce ciertos lugares comunes, ciertos peajes en los que habrá que detenerse y “pagar”. Estas cosas, estos detalles, teñidos de inmovilismo, de tradición mal entendida (“Muchas tradiciones, como muchas estadísticas, están para romperlas”, ¡coño!; no para reproducirlas sin cesar, hasta incluso cuando ya dejaron de tener sentido).
Contaré algunas cosillas de esta semana que anda justo por la mitad; de ese tiempo apresado (es lo que trato de hacer, pero no se deja) y vivido con sosiego, mientras caen las hojas del calendario anunciando el viaje de regreso al tajo y anunciando también encuentros y reencuentros: unos celebrados y deseados y otros algo menos (incluso alguno indeseable, que de todo hay).
El lunes anduvimos por el Valle de Bujaruelo: ese espacio natural, cercano al Valle de Ordesa, hermoso y verde; fresco y soleado a la vez, dibujado por el río Ara a lo largo del tiempo, al que tanto nos gusta viajar de vez en cuando, en busca de un subidón energético, de rellenar nuestros depósitos interiores con imágenes conocidas, pero siempre renovadas y con sensaciones ya vividas, pero siempre sorprendentes.
Viajamos con Ana y Mercé, con el fin de hacer el suave recorrido circular, con salida y llegada al puente medieval, parando a la orilla del río cuantas veces nos apeteciese. Y eso hicimos, sin aglomeraciones, charlando y paseando y haciendo fotos y mojándonos los pies y –sobre todo- escuchando al Ara. Nos encanta el sonido del agua, el ronroneo continuo que produce el río; los diferentes tonos percibidos cuando caminas algo alejado del curso del mismo o cuando te acercas a su orilla y dejas que el agua vaya lamiendo tus pies. El Ara, por estos parajes “bujaruelianos” es un río muy hablador: sentarse en cualquier piedra de sus orillas, en silencio, y escuchar y mirar es una de las acciones más relajantes y plenas. De regreso en el puente, tomamos la decisión de seguir el camino que acompaña al río por su derecha hasta el camping de Fenés: Ana se bajaría el coche y nos esperaría para comer y Mercé y yo haríamos esos tres kilómetros, andando, metidos por tupidos y, por tanto, sombríos bosques de hayas y abetos, aproximándonos o alejándonos del cauce, pasando por tramos de camino que había que transitar con cuidado de no despeñarse, escuchando siempre la voz del Ara, quejumbrosa y brava mientras chocaba contra peñascos inmensos o salvaba desniveles en tendidas, blancas y sonoras cascadas… Tras una hora de caminata, con muy poco desnivel, llegamos al camping: pasó con rapidez la cervecita con limón, preámbulo de la comida. Nos gusta comer en el restaurante de Fenés; conocemos a la dueña y la comida casera está muy rica; también el espacio es acogedor y, para nosotros, después de tantas visitas realizadas, muy entrañable. Hemos estado solos, con los dos hijos, con uno solo, con la familia y con muchos amigos a los que hemos acompañados por estos parajes.
De bajada, paramos en Sarvisé a ver a la familia, charlar un rato con ellos y tomar un café.
Ayer, en cambio, la actividad principal del día la desarrollamos en casa, en el “cuarto del patio”. Cuando uno estrena un cuarto, una habitación, en la que se van a ir colocando diversos objetos, lo hace con ilusión y pensando que esa era la solución para tener más ordenada la casa, más localizados según qué elementos o desembarazadas otras habitaciones. Pero lo cierto es que, pasa el tiempo, se siguen colocando cosas en su interior con mucha frecuencia y llega un momento en el que se van desbordando las previsiones iniciales: ya no son suficientes las estanterías, se colocan objetos en el suelo; la altura de cada montón crece de manera vertiginosa, ya no se respetan las ideas iniciales de ordenación y aquello termina siendo un caos, donde ya es casi imposible encontrar nada concreto, porque (por otra parte) ya hemos perdido la noción de las cosas que allí se guardan…Estaba yo en ese punto en el que detectas la necesidad de quitar, seleccionar, tirar, recolocar y ordenar y, por otra parte, cada vez que piensas en todo ello, sientes una enorme pereza para empezar a realizar ese listado de acciones. En esas estaba, digo, cuando llegó mi hija Ana –una chica muy resuelta y con una capacidad de organización muy notable- y, poco menos, que me obligó a empezar los trabajos anunciados. Ayer a última hora de la tarde, el cuarto del patio presentaba un estado ya casi desconocido; en realidad, no lo conocería, como suele decirse, “ni la madre que lo parió”.
Y lo bueno es que en estos procesos de limpieza y reordenación uno encuentra siempre cosas que ni sabía que guardaba. Fueron muchas y eso que no abrí todas las cajas o carpetas para mirar exhaustivamente su interior. De todos modos, hubo algunos descubrimientos que me hicieron gracia o que me llenaron de alegría. Uno de ellos, una agenda pequeña del antiguo Banco Central del año 1968. ¿Por qué la guardaba? Abriéndola lo descubrí: allí están las firmas (algunas con dedicatoria) de los compañeros y compañeras del tercer curso de Bachiller Elemental (1967-68); de modo que pude leer todos sus nombres y recordar algunos rostros.
Otro de los descubrimientos (y éste no tenía ni idea de que lo guardara, pues no lo había visto nunca antes) fue el de una carpetilla con algunos papeles de mi estancia en el campamento de magisterio que estábamos obligados a realizar en mis tiempos. De los papeles que guardo, hay dos documentos que me hicieron gracia; son de revistas que se editaban en el citado campamento. Guardo el número 1 del 6 de julio de 1972 y el número 5 del día 10 de julio del citado año. En la primera está la lista de todos los que hacíamos el campamento, ordenados por tiendas. Sonreí al leer los nombres y recordar algunos cuartetos célebres (estábamos cuatro en cada tienda); en mi caso, compartía habitáculo con José Mª Fantova, Santiago Sánchez y Emiliano Córdova. La revista se llamaba “Mástil”, ¿quién elegiría el título? En el número 5 me encuentro con un poema, en la sección “El poema de hoy”, titulado “Pensamiento del alma” y escrito por el amigo Jesús Castiella, hoy colaborador de la revista “El Gurrión”, con sus precisos y preciosos dibujos. Le mandaré a Jesús una fotocopia por si no hubiera guardado un ejemplar.
Y el último descubrimiento al que voy a referirme me causó una gran alegría porque el libro que escribí hace más de una docena de años “Así nos divertíamos, así jugábamos…” y que aún me lo siguen pidiendo, ya hace unos cinco años que lo daba por agotado (me he guardado los diez ejemplares de rigor, como “archivo histórico”). Pues bien, en la parte baja de una estantería apareció una caja precintada, tal como la recogí en su día en la imprenta, y mi sorpresa fue mayúscula al abrirla y descubrir que allí había 36 ejemplares impolutos del citado libro. De modo que, si alguno de los que leen estas páginas, estaba interesado en él, que sepa que vuelvo a tener ejemplares antes de plantearme una reedición del mismo.
Por otra parte, llevo dos tarde dedicando un par de horas a cascar almendras y nueces. Es una faena curiosa. Sentado en un lugar en sombra, armado de un martillo y con la cesta o el saco con las provisiones de frutos secos al lado, uno va metiendo la mano en la cesto o el saco –como digo- y golpeando con el martillo, una por una, cada nuez o cada almendra para luego extraer de la cáscara coriácea y dura, el fruto correspondiente… Y lo bueno es que, como es una faena bastante mecánica, puedes tener la cabeza ocupada en otros asuntos: planificar acciones inmediatas, rememorar otros momentos, recordar un viaje o una persona… En ocasiones, del ensimismamiento en el que puedes caer, te despierta el martillo que, erró el golpe y fue a dar con uno de tus dedos y que te hace exclamar alguna imprecación de manera automática.
Las nueces las recogimos hace más de tres años, por indicación de mi padre, de un curioso nogal. Hace treinta años, probablemente más, el río Cinca, en una de sus crecidas, se llevó varios huertos de la partida conocida como “Huerta Vieja”. Donde estaba el huerto de casa, quedó una glera llena de cantos rodados mondos y lirondos, salvo una esquina de tierra en la que creció un nogal. Aunque cuando se producen estos fenómenos en los que el río hurta al agricultor, de manera sorprendente y descarada, sus posesiones, el agricultor pierde sus derechos sobre aquel suelo (creo que está así la cosa); mi padre siempre reivindicó la propiedad de aquel nogal y dada su querencia natural por estos árboles, recogió algunos años sus nueces.
Y así, como una metáfora envolvente, pensé que el Cinca se llevó la tierra y dejó un nogal; la vida (o la muerte) se llevó a mi padre hace dos años y ayer tarde, aquellas nueces de aquel nogal, recogidas hace tres años por expreso deseo de mi padre, me trajeron a la mente algunas imágenes entrañables y en ese silencio sólo roto por el monótono “chas, chas” de cada golpe, lo fui recordando una vez más. Por cierto, las nueces estaban muy ricas y también las almendras del día anterior. Además dicen que los frutos secos son muy saludables. Buen final de agosto, amigos.
Plantilla basada en http://blogtemplates.noipo.org/
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