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Reseña de Últimos testigos (I)

Últimos testigos”, de Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura, 2015). Ed. Debate, 2016 – 334 páginas.

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Pasan los días, una vez terminada la lectura de este libro, y no se va de todo el desasosiego, la honda impresión, las imágenes brutales que se dibujaron en la mente al dictado de las palabras, de las historias leídas...

Este libro se abre con una cita breve y no tiene prólogo ni presentación ni prefacio ni nada parecido.  No le hace ninguna falta. Después de varias páginas de índice, donde se relacionan los títulos de los cien testimonios que el libro recoge, comienzan éstos golpeando la conciencia, los sentimientos; sembrando un notable desasosiego... Uno sabe que en las guerras hay más dolor que alegría y muchos muertos... Uno ha leído ya muchos libros sobre contiendas de diversa intensidad, motivadas por sinrazones diferentes y localizadas en todas las áreas imaginables de la geografía mundial. A pesar de ello, este libro coloca al lector, a la lectora, al borde de las lágrimas (y eso, al margen del tiempo transcurrido), con cada pequeña historia contada por los protagonistas: la mayoría, accidentales supervivientes de unos episodios que convirtieron, casi de un día para otro, una sencilla vida llena de rutinas cálidas, de afectos familiares, de infancias felices, en el mismísimo infierno: la muerte se hizo presente y golpeó de mil maneras a los hombres y a las mujeres, a los ancianos y ancianas, a los jóvenes y a los niños.

Segunda guerra mundial. Alemania invade Bielorrusia y Rusia. Muchos hombres y mujeres huyen a los bosques y se organizan para hacer frente a la brutalidad de la ocupación alemana, dado que el ejército propio no los defiende ni aparece. Esos valerosos partisanos lucharon contra las fuerzas de ocupación; y sus familias, denunciadas por los colaboracionistas y traidores, son objeto de una represión desmedida por parte de los soldados alemanes, que matan despiadadamente a todo ser viviente, acompañados de sus enormes perros que desgarraban cuerpos con fiereza (“les atraía el olor humano...”, recuerda Nadia)

S. Alexiévich da la voz a quienes tenían pocos años a principios de la década de los cuarenta del siglo pasado, para que recuerden y cuenten el día que estalló la guerra o los primeros días del conflicto... Vania, Guenia, Vasia, Nadia, Volodia, Rimma, Nikolái... y así, hasta un centenar de hombres y mujeres que, en el momento de hablar con ellos, desempeñaban los más variados oficios y profesiones, se sobreponen a la dureza del recuerdo, que les quedó grabado “a fuego” cuando tenían cuatro, siete, cinco, diez, doce... años y, por primera vez, ordenan lo que vivieron de manera tan traumática, y le ponen palabras...

Algunas de las frases pronunciadas por cada entrevistado las convierte Svetlana en el título de su propia aportación. Y, como se verá, algunos títulos son enormemente explícitos:  “Pero quiero que venga mamá...”; “Un puñado de sal... Todo lo que queda de nuestra casa...”;  “En el cementerio los muertos estaban fuera de las tumbas..., como si los hubiesen vuelto a matar...”; “¿Por qué le han disparado a la cara? Mamá era tan guapa...”; “Casita no ardas! ¡Casita no ardas!”; “Ojalá, al menos, sobreviva alguno de nuestro hijos”;  “Me pedías que te rematara...”;  “Justo en el último momento, los tres gritan sus nombres y apellidos”;  “Los perros la trajeron a pedazos...”; “Si lloráis os dispararemos...”;  “Estuve esperando a mi padre mucho tiempo. Toda la vida...”

Aquellos niños y niñas que quedaron traumatizados para siempre viendo morir a su lado a sus padres, abuelos, hermanos, vecinos: golpeados, tiroteados, destrozados, semienterrados, con las casas quemadas... terminaron escondidos, recogidos por alguna persona, llevados a orfanatos o a campos de concentración y crecieron con un vacío insondable por la pérdida de sus familiares y de la infancia, convertida es la experiencia más brutal imaginable.

Mientras vas leyendo, se te instala inevitablemente un intenso dolor en el interior. La mente dibuja decenas de escenarios, sugeridos por los testimonios, que te sobrecogen. ¿Cómo se pudo llegar a esos niveles de desprecio por la vida humana? ¿Qué neuronas dirigen el cerebro del soldado-asesino, que mata a la madre en presencia del niño o de la niña? ¿Cómo se convierte un supuesto ser humano en una máquina de matar de manera despiadada?... Y así te vas haciendo preguntas constantemente... Sabiendo que no estamos hablando solo de algo que pasó en un momento determinado, sino que, con posterioridad, con motivo de otras guerras y otros conflictos siguió y sigue pasando en diferentes partes del mundo. Aquellas personas vieron destruida su casa, su forma de vida, e incluso ésta, de un día para otro. Toda la felicidad acumulada y vivida, se disipó en el aire como una fugaz humareda, como un soplo, como un sueño del que ya nunca despertaron.

Y aquí, unos fragmentos del centenar de testimonios:

-       Vania tenía cinco años: “... Quemaron nuestra aldea. Las bombas destruyeron el cementerio. Fuimos corriendo: los muertos estaban fuera de las tumbas..., como si los hubieran vuelto a matar... Vimos a nuestro abuelo, había muerto hacía poco. Hubo que volver a enterrarlos...

Durante la guerra, nosotros jugábamos a la “guerra”... Jugábamos a “rusos y alemanes”. Combatíamos, hacíamos prisioneros. Fusilábamos. Nos poníamos cascos de soldados en la cabeza, de los nuestros o de los alemanes; los cascos estaban tirados por todos lados, en el bosque, en el campo. Nadie quería hacer de alemán, hasta nos peleábamos por ello. Jugábamos en las trincheras y en los blindajes de verdad. Luchábamos a palos, cuerpo a cuerpo. Y nuestras madres nos reñían...”

 

-       Lena contaba siete años: “... ¿Hacia dónde vamos? Por las conversaciones de los mayores he comprendido que nos transportan a Alemania. Recuerdo mis pensamientos: <¿Para qué me querrán los alemanes? Yo soy muy pequeña... ¿Qué haré allí?> Cuando oscurece, las mujeres me llaman para que me acerque a la puerta del vagón y me empujan fuera: <¡Corre! A lo mejor te salvas>

Caí en una zanja, me quedé dormida allí mismo. Hacía frío, soñaba con que mi madre me arropaba con algo cálido y me decía palabras cariñosas. Toda la vida el mismo sueño...” (Leyendo este testimonio, uno se acuerda del libro “La Historia de Erika”, de Ruth Vander Zee y Roberto Innocenti, publicado por Kalandraka: http://www.kalandraka.com/en/colections/collection-name/book-details/ver/la-historia-de-erika/)

 

-       Iura tenía entonces ocho años y recuerda: “Vi cosas que no se deben ver... Cosas que un ser humano no debe ver. Y las vi siendo un niño.

Vi cómo un soldado corría y de pronto parecía que tropezaba... Caía al suelo. Estaba un buen rato rasgando la tierra, como si la abrazara... Vi cómo cruzaban nuestra aldea los prisioneros de guerra, los soldados soviéticos... Llevaban los capotes desgarrados y chamuscados. Allí donde paraban a pasar la noche, los árboles se quedaban sin corteza: la arrancaban a mordiscos. En lugar de comida, les lanzaban un caballo muerto. Lo despedazaban con las uñas y los dientes. Vi como una noche un tren alemán descarriló y ardió. A la mañana siguiente, los alemanes pusieron sobre los raíles a todos los trabajadores del ferrocarril; luego hicieron pasar una locomotora por encima de sus cuerpos...

Es éste un libro que empieza mal y termina mal, pero es un libro necesario: un inventario de la brutalidad, de los peores instintos del ser humano; también de actos de amor y solidaridad entre quienes se veían envueltos en aquella sangría desmedida y sentían la necesidad de ayudarse y juntarse con los vivos, con los supervivientes, para lograr la fuerza necesaria y las razones para no enloquecer y seguir existiendo. El lector termina exhausto y dolorido, como no puede ser de otro modo, pero agradecido a Svetlana Alexiévich por este trabajo de recopilación y por dar la voz –sin añadir ella nada- a algunos de los protagonistas de aquellos hechos que causaron tanta muerte y desolación en la mayor parte de Europa.

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