Últimos testigos (II). Testimonios amables
Últimos testigos”, de Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura, 2015). Ed. Debate, 2016 – 334 páginas. (y II)
Esta segunda parte del comentario del libro de Svetlana recoge aquellos fragmentos de los testimonios que hacen referencia a la escuela, los libros, la lectura, los cuentos... En medio de la crueldad de la guerra, de los recuerdos traspasados de brutalidad, donde los testimonios sobre la inhumanidad más extrema contra la vida de las personas, e incluso de los animales, ponen de manifiesto la existencia del mal absoluto, hay quien recuerda la lectura de un libro o el que salvó de la hoguera, o algunas palabras escritas, o la lectura de poemas, o las condiciones difíciles en las que se desarrollaban las clases en aulas improvisadas y echando imaginación para paliar las carencias materiales que eran absolutas, en muchos casos. De eso trata lo que sigue... Este libro, desde luego, permite múltiples lecturas y es un documento testimonial e informativo de primer orden; una fuente documental demoledora sobre la irracionalidad de la guerra, sobre el comportamiento más abyecto y también sobre los gestos de humanidad que realizan las víctimas...
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.. Taisa tenía siete años, leía mucho, le daban miedo los gusanos y le encantaban los perros: “... El invierno era muy frío, siempre tenía frío en las manos y los pies. En la escuela a menudo se estropeaba la calefacción y el suelo de las aulas quedaba cubierto por una fina capa de agua congelada. Patinábamos entre las mesas. Dentro nunca nos quitábamos los abrigos ni las manoplas, les cortábamos las puntas para poder sujetar bien la pluma con los dedos. Recuerdo que teníamos prohibido burlarnos y ofender a los que habían perdido a sus padres. Si lo hacíamos, recibíamos un severo castigo. Y también leíamos mucho. Como nunca... Acabamos con la biblioteca infantil y juvenil. Y nos empezaron a dar libros para adultos. A las otras niñas les daban miedo... Hasta los niños los evitaban a veces, pasaban las páginas donde se hablaba de muerte. Pero yo las leía...”
.. Volodia tenía diez años: “... Recuerdo que después de un bombardeo quedaron tirados por el suelo un montón de libros mezclados con las piedras. Cogí uno, se llamaba “La vida de los animales”. Era grande, con unas ilustraciones muy bonitas. Me pasé la noche leyéndolo, leía y no podía parar... Recuerdo que ya no volví a coger ni un libro bélico, ya no me apetecía leer nada sobre la guerra. Pero un libro sobre los animales, sobre los pájaros...”
.. Nina tenía siete años y recuerda: “... El último día... Antes de la retirada, los alemanes incendiaron nuestra casa. Mamá estaba en la calle, miraba el fuego y no se le escapó ni una lágrima. Nosotros tres corríamos alrededor y gritábamos: <¡Casita, no ardas! ¡Casita, no ardas!> No nos dio tiempo de salvar nada, solo pude coger mi libro del abecedario*. Me pasé toda la guerra cuidándolo, protegiéndolo. Dormía con él, lo dejaba debajo de la almohada. Tenía muchas ganas de estudiar. Más tarde, cuando empecé el primer curso en 1944, el único abecedario que había era el mío. Un libro para trece niños. Para toda la clase...”
“... Antes de la guerra, me encantaban los cuentos que contaba papá, sabía muchos cuentos y sabía contarlos. Después de la guerra ya no me apetecía leer cuentos...”
(* Se trata del primer libro de texto que usaban los alumnos al empezar la escuela con seis o siete años: un libro con todas las letras del abecedario aplicadas en palabras y textos breves que servía de guía para aprender a leer. Nota de las traducciones)
.. Sasha, contaba diez años: “... Recuerdo que después de la guerra en nuestro pueblo solo teníamos un libro del abecedario, y el primer librito de texto que encontré y que leí fue una colección de problemas de aritmética. Lo leí como si fueran poemas...”
.. Liuba con once años: “... Antes de la guerra, mi hermana mayor trabajaba en el comité regional del partido, tenía la misión de participar en la lucha clandestina. Trajo a casa un montón de libros de la biblioteca del comité; también retratos, banderas rojas. Lo enterrábamos todo en el jardín, debajo de los manzanos. Y su carnet del partido. Lo enterrábamos por las noches. Pero yo tenía la sensación de que el rojo..., el color rojo..., se vería incluso a través de la tierra...”
.. Zina tenía siete años: “... Empecé la escuela... Arranqué de la pared un trozo de papel pintado, viejo y desteñido: aquello fue mi libreta. En vez de goma de borrar usaba un tapón de corcho. En otoño maduró la remolacha, nos alegramos muchísimo: <Rallaremos la remolacha y tendremos tinta para escribir>. Dejas el jugo de remolacha un par de días y se pone negro. Con eso escribíamos”.
.. Kima tenía doce años. Su nombre viene de “Komunistecheski Internacional Molodiozhi” (Internacional Comunista de Juventud): “...Fue nuestro padre quien se inventó esos nombres*. Era comunista, se afilió siendo muy joven. Y así nos educaba. En nuestra casa había muchos libros, había retratos de Lenin y Stalin. En los primeros días de la guerra lo enterramos todo bajo el suelo del cobertizo; solo dejé “Los hijos del capitán Grant”, de Jules Verne. Mi libro favorito. Me pasé la guerra leyéndolo y releyéndolo...”
(*Durante las décadas de 1920 y 1930, en la Rusia soviética estuvo de moda crear nuevos nombres derivados de conceptos clave del socialismo. Se formaban por derivación o a partir de acrónimos. Nota de las traducciones).
.. Nadia tenía 7 años: “... A pesar de todo, para la fiesta de Año Nuevo adornábamos el árbol. Era mi madre, siempre mi madre... Ella nunca olvidaba que aquella era nuestra infancia. Recortábamos los dibujos a color de los libros, hacíamos bolitas de papel (eran negras por un lado y blancas por el otro) y también hacíamos guirnaldas trenzadas con hilos viejos. Ese día todo eran sonrisas. En vez de regalos, que no había, nos dejábamos notitas escritas debajo del árbol.
En mis notas yo escribía: “Mamaíta, te quiero mucho. ¡Mucho! ¡Mucho!” Nos regalábamos palabras.
Han pasado muchos años... ¡He leído tantos libros! Pero de la guerra no sé más de lo que sabía cuando era niñas”.
Zoia, con doce años: “... Sin embargo, una vez le cogí cariño a una niña pequeña... Máshenka... Era rubia y dócil. Fuimos amiga durante un mes. Un mes en el campo de concentración era toda una eternidad. Fue ella quien se me acercó.
- ¿No tendrás un lápiz?
- No
- ¿Y una hoja de papel?
- Tampoco. ¿Para qué los quieres?
- Sé que me moriré pronto y quiero escribirle una carta a mi madre.
En el campo no nos estaba permitido tener lápices ni papel. Pero se lo conseguimos. Nos caía bien a todos: tan rubia y tan dócil. Y hablaba en voz muy baja.
- ¿Cómo vas a enviarle la carta?, le pregunté.
- Por la noche abriré la ventana... Y el viento se llevará las hojas...”
.. Eduard contaba once años: “...Desde entonces... no me quedan lágrimas... No tengo lágrimas ni siquiera en los momentos en que debería tenerlas. No sé llorar. En toda la guerra solo lloré una vez. Fue cuando mataron a nuestra enfermera Natasha... Le gustaba la poesía, a mí también me gustaba la poesía. Le gustaban las rosas, a mí me gustaban las rosas. En verano le llevaba ramos de rosas silvestres...”
Rimma contaba seis años y estaba en la guardería jugando con las muñecas...: “En aquel momento, mi madre solo nos dijo que había un niño pequeño que a menudo se quedaba solo en casa, que estaba asustado y que no tenía comida. Ella quería que lo aceptáramos y que le cogiéramos cariño. Era consciente de que no era fácil, porque los niños a veces rechazan a otros niños. Actuó con mucha habilidad: no trajo a Boris a casa, sino que nos envió a nosotras a buscarlo: “Id a buscar a ese niño, necesita amigos”. Fuimos a por él y lo llevamos a casa.
Boris tenía muchos libros con dibujos bonitos, quiso llevárselos todos y nosotras le ayudamos a llevarlos. Solíamos sentarnos en lo alto de la estufa y él nos contaba cuentos. Nos cayó tan bien que que le cogimos muchísimo cariño, tal vez por todas las cosas que sabía...”
Iania, tenía doce años: “.. Empecé sexto curso en la escuela. En las clases de literatura e historia, mientras los profesores explicaban la materia, nosotros tejíamos calcetines, manoplas y bolsitas para tabaco que enviábamos al ejército. Tejíamos y memorizábamos los versos. En voz alta repetíamos a coro los poemas de Pushkin...”
.. Masha tenía ocho años: “... Mi padre había luchado en la Guerra Civil. De la guerra salió lisiado, caminaba con muletas. Sin embargo, consiguió dirigir el koljós, que bajo su dirección sobresalió por encima de las demás granjas. Cuando aprendí a leer, él mismo me enseñó los recortes del periódico Pravda en los que se hablaba de nuestro koljós. Antes de que estallara la guerra, incluso lo invitaron, junto con otros presidentes reputados, a asistir a un congreso de miembros destacados de koljós y a la exposición agrícola de Moscú. De aquel viaje me trajo unos libros muy bonitos y una caja de bombones...”
.. Liudmila tenía doce años: “... Por la noche nos reunimos alrededor de la mesa; nos acompañaba la fotografía de mi padre y un viejo volumen de los poemas de Pushkin... Él se lo había regalado a mi madre cuando eran novios. Recuerdo los momentos en que mi padre y yo leíamos juntos. Cuando algo le gustaba especialmente, decía: “El mundo es digno de ser contemplado eternamente”. Siempre lo repetía en los buenos momentos. No soy capaz de imaginar a un padre tan bueno sin vida...”
Fedia contaba trece años de edad: “... –Tenemos menos lápices que fusiles, bromeaba el comandante.
A nuestro alrededor había guerra y, mientras, nosotros estudiábamos. Nuestra escuela se llamaba “la escuela verde”. No había mesas, aulas, libros... Solo había maestros y alumnos. Teníamos un libro de texto de Lengua, un manual de Historia, un libro de problemas de Aritmética y un manual de Gramática; esos cuatro libros para compartir entre todos los chavales. Estudiábamos sin papel, sin tiza, sin tinta, sin lápices. Despejábamos un claro en el bosque, lo cubríamos de arena, y eso era nuestra pizarra: escribíamos encima con ramitas. En vez de libretas, los partisanos nos habían conseguido octavillas nazis, papel pintado usado y periódicos. Hasta se habían hecho con un timbre de escuela. Todo el mundo estaba particularmente contento con ese timbre. ¿Cómo podía haber una escuela sin timbre?...”
Valia tenía doce años: “...Me gustaba todo de él: que fuera bajito (igual que yo), que tuviera los ojos azules (como mi padre), que fuera un gran lector (a diferencia de Alka Poddubhiak; ese me iba detrás y a veces me daba unos capirotazos que dolían mucho). Y, sobre todo, ¡que a Vitia le encantara Jules Verne! A mí también. En la biblioteca estaba su obra completa, yo la había leído toda...”
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