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ENFERMEDAD Y LECTURA

1.- No es que haya que estar enfermo para leer más, pero, curiosamente, ese estado de pérdida de la salud personal invita (cuando la cosa no es muy seria) a refugiarse en los libros y a sumergirse en las historias que cuentan. Y no han dejado de recordármelo muchos amigos y amigas que me han llamado, escrito o venido a ver estos últimos días; “bueno, ahora podrás leer todo lo que tenías aparcado”. Dicho así, la verdad, no sé si tal aseveración me alegra o me intranquiliza, porque solemos tener aparcadas bastantes lecturas y, ahora, parece que me veo en la obligación de “ponerme al día” con todas ellas.
De momento, lo que sí leo más es el periódico. Tengo la costumbre de comprarlo todos los días, pero no tengo suficiente tiempo para leerlo a diario. En ocasiones, sólo los titulares para matar la mala conciencia de que lo he comprado y no he encontrado un rato para echar un vistazo a sus páginas.

2.- TESIS COINCIDENTE. Hace unos días, publicaba un artículo en El Pais, la escritora Carme Riera, titulado “Leyendo estamos a salvo”. Parte la autora de una referencia al Quijote, del que dice que es la historia de un lector, que a lo largo de la historia no ha dejado de generar lecturas. Confiesa Carme que a los ocho o nueve años descubrió el significado del título del artículo; justo cuando su padre le leyó la Sonatina de Rubén Darío. Aquellas palabras escuchadas (la lectura en voz alta que no deberíamos abandonar las maestras y maestros nunca), aún sin entenderlas del todo la empujaron a aprender a leer con todas sus fuerzas. Y en cuanto supo leer, su padre cerró la biblioteca familiar con llave, al ver la voracidad lectora de su hija. “Casi al mismo tiempo que me incitó al placer de la lectura, me lo prohibió”. Y añade Carme: “A estas alturas no me parece un mal método. De manera que cuando me preguntan ¿qué haría usted para que la gente leyera más?, suelo contestar, prohibir la lectura. En mi caso, funcionó; me las arreglé para abrir la puerta, coger los libros sin que lo notaran y a escondidas, a veces alumbrándome con una linterna, seguí leyendo”. Hace unos pocos años –en 1999- escribí un artículo en el nº 106 de la revista Platero (revista ovetense, que dirige el amigo Juanjo Lage) titulado “Animando la lectura desde la biblioteca escolar”. Tras una serie de sugerencias, terminaba diciendo: “En último caso, si todo esto falla, permítanme una pequeña frivolidad: entonces tendremos que considerar seriamente la posibilidad de prohibir los libros, de convertirlos en objetos raros e inaccesibles. Quizás de esa manera vuelvan a despertar la curiosidad de quienes se han entregado con vehemencia a consumir otros soportes de comunicación, justo cuando más posibilidades tenían de leer y acercarse a los libros”. Me alegro de compartir tesis con Carme Riera. No somos los únicos a los que nos ronda esa idea por la cabeza.

3.- SEGUNDA COINCIDENCIA. Hace unos días me regalaron un librito tres amigas que vinieron a verme a casa. Es un libro que cabe en una mano y que está editado primorosamente por José J. de Olañeta, el editor balear que tan bellos ejemplares entrega a los lectores. El libro es un clásico de la ecología y se titula “El hombre que plantaba árboles”, de Jean Giono. El protagonista es un pastor que se ha empeñado en una labor gigantesca, como es repoblar en silencio las montañas y laderas por las que transita con su ganado, sembrando bellotas, hayucos y cualquier otra semilla de árboles que pueda encontrar. El personaje de ficción, el pastor ecologista se llama Elzéard Bouffier. Es una fábula hermosa de lo que podría ser el planeta si estuviera poblado por seres responsables que, aún asumiendo la necesidad de progresar por los beneficios que comporta (o debería de comportar) para todos, no olvidasen que el referente imperecedero debería ser el mundo natural. Eso nos hubiera llevado, hace ya años, a establecer algunas barreras, algunos límites a muchas actividades para preservar la vida con otros niveles de pureza y de integridad.
Yo conozco a otro silencioso Elzéard. Se llama Mariano y es mi padre. Durante varios inviernos, con más de setenta años a sus espaldas (ahora tiene 87) pasaba las mañanas en el monte de Los Tozales, una zona de monte de su propiedad. En los pueblos de montaña, parte de los montes son de propiedad particular. Eran la cuarta “pata” de una organización económica por la que buen número de familias del pueblo disponían de tierras de secano para el cereal, algo de regadío para los productos de huerta, algo de monte para la leña y madera y algo de ganadería. Con todo ello y mucho trabajo se vivía con justeza. El caso es que mi padre se empeñó en limpiar el monte, cortando las ramas bajeras de los árboles ya hechos, aclarando el número de ejemplares en algunos bosquetes con excesivo número de plantones, cortando los arbustos y sembrando bellotas en los claros que admitían mayor densidad de árboles. Fue un trabajo callado, en soledad. Él siempre se defendía diciendo que en el bosque hacía menos frío que fuera de él; se sentía arropado y cobijado y hacía una faena que él juzgaba necesaria. Decía que los nietos a lo mejor podrían disfrutar de un monte más poblado y más limpio. Lo cierto es que si todos los bosques estuvieran como lo dejaba mi padre serían lugares hermosos para visitar, recorrer, pasear y contemplar las distintas especies vegetales que los componen.
Me gustó que al releer la historia de E. Bouffier la asociara mentalmente con la de mi padre y que la lectura, una vez más, hubiera obrado el milagro de establecer misteriosas, emocionantes o significativas conexiones con la vida, con las vivencia y los recuerdos. Este tipo de ejemplos son los que pongo yo cuando me piden que dé consejos para animar a leer.

4.- Y aunque es posible que sea verdad, que cuando uno está enfermo lee más, yo prefiero (y la inmensa mayoría, creo yo) leer menos y estar bien de salud, para decidir qué hacer en cada momento.

1 comentario

Álvaro Valverde -

Un abrazo desde Extremadura (donde tuve ocasión de escucharte) con mis deseos de una pronta recuperación. Á. V.