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El viejo granero y el joven salón

Antes fue granero... El espacio en el que me encuentro ahora escribiendo, antes fue granero, pero no solo. Cada año, después de la siega y de la trilla, el trigo o el ordio recogidos eran subidos en pesadas “talegas” hasta este segundo piso de la casa familiar donde se ubicaba el granero. Aquí se vaciaban los sacos y, dependiendo del estado en que se encontrase el grano, mi padre iba removiéndolo con una pala de madera para que se airease y perdiese la humedad que pudiera tener. Si llegado el momento, era conveniente o necesario vender una parte de la cosecha, había que volver a llenar sacos y realizar el camino inverso, bajarlos hasta la calle para cargarlos en el remolque y llevarlos al Servicio Nacional del Trigo…

 Pero no era solo granero este espacio que ahora ocupo, totalmente remodelado. De la mayor parte de los dieciséis maderos de 4,5 metros de luz que forman el techo, colgaban en su momento racimos de uvas, blancas o negras; manzanas y membrillos; cestas con orejones; morcillas, longanizas, chorizos y salchichones en la época del mondongo; cestas vacías o llenas; algún jamón… Cuando se mataba el cerdo o los cerdos (muchos años eran dos), el primer lugar al que se llevaba carne era al granero, para lo que se habían habilitado un par de cañizos sobre los que se depositaban los jamones, las espaldas, los lomos y costillares, los blancos, patas y rabo, vísceras aprovechables, etc. Cuando se iniciaba el mondongo, se iban bajando las distintas piezas al primer piso (a la cocina o a la masadería) donde se realizaban las labores propias de “mondonguiar”: repelar, cortar, mezclar, especiar, cocer, embutir… Durante algunos años, aquellos cañizos que habían acogido los iniciales despieces, acogían las “tortetas” y las morcillas (éstas, hasta que, al cabo de unos pocos días, se colgaban de los maderos). La cosecha de nueces y de almendras también se esparcía por el suelo del granero para que se secaran los frutos y allí estaban también una o dos canastas de judías secas, blancas o pintas…Todo lo anterior dotaba a la estancia de un olor especial, con aromas variados, procedentes de los productos que he ido nombrando; un olor de esos que se quedan pegados a la memoria…

 Como ya he dicho, no solo era granero, este salón que me acoge y en el que leo y escribo; en el que me siento a charlar con los visitantes y amigos que acuden a casa… Cuando llegaban los veranos y el exceso de gente en casa no se correspondía con el número de habitaciones y de camas, un rincón del mismo servía de habitación para uno o dos de nosotros; dormir en el granero resultaba bien agradable, había menos ruido por las mañanas y, en ocasiones, se olvidaban que estabas allí y tardaban en llamarte para iniciar una nueva jornada laboral… Y en el balcón del granero, como en el de la sala, situado debajo del primero, solíamos colgar pinochas de panizo, atadas por as codas de dos en dos para que se secaran, antes de proceder a desgranarlas.

 Cuando se hicieron obras en la falsa de la casa, muchos de los trastes que albergaba ésta, acabaron en el granero (aunque ya hacía tiempo que no se utilizaba para guardar grano); de modo que el viejo granero que cumplió varios decenios con una honrosa función, como se ha explicado, pasó a convertirse en el cementerio momentáneo de todo lo inútil que suele guardarse en una casa. Hace unos pocos años, su remodelación fue total. Tan solo los viejos maderos del techo recuerdan al viejo granero y, aunque es un salón con armarios empotrados, armarios-vitrina que guardan libros, objetos variados, fósiles, colecciones de cajas de cerillas, etc. sillones, mesa de trabajo, cajas, estanterías, etc., en ocasiones aún nos referimos a él como “el granero”…

Y, bien mirado, no es un nombre que deshonre su nueva función. Si el granero guardaba el grano que se recogía cada año, del que saldría la harina y luego el pan… Ahora, este nuevo salón es un espacio que guarda libros, de cuya lectura se obtienen ideas y esas ideas se transforman en reflexiones y pensamientos o en textos escritos que acaban en libros, en revistas o en periódicos. Materias primas, el trigo y las palabras, de productos elaborados que colman y calman el cuerpo o el espíritu…

 En estos momentos, cuando escribo estas líneas, suena en el aparato de música un CD doble de José Antonio Labordeta. Se titula “Canto a la libertad” y contiene cuarenta canciones. Me lo regalaron los compañeros de CGT Huesca, hace un par de años, por lo menos, con motivo de participar en un curso, organizado por ellos y ellas en el que impartía una ponencia de nombre algo rimbombante y, a la vez, muy claro. El curso se titulaba “Filosofía para docentes (III). Pensar la educación” y la ponencia: “Tres horas de clase con Mariano Coronas”…, y cumplí con el tiempo establecido, je, je.

 La música de José Antonio Labordeta suena aquí de una manera especial; no en vano, estoy a un paso de la Plaza Mayor de Labuerda y hace 38 años que “el abuelo” actuó en nuestro pueblo por primera vez y 37 que lo hizo por segunda vez… y puedo asegurar que en los años 75, 76,… un recital de Labordeta no era cualquier cosa y menos en un pueblo tan pequeño como Labuerda, que se llenó aquella primera noche para escuchar a un tipo serio, con un poblado bigote y una voz que cuando probaba el micro a la luz de un atardecer de agosto, dejaba al personal petrificado… Cuando escucho muchas de sus canciones, no puedo evitar trasladarme años atrás con el pensamiento, activar el recuerdo de aquellas primeras actuaciones y acordarme de algunas ausencias ya definitivas: mi padre, José Mari Pardina, Enrique Pardina, Ramón Bosch,…

 “Ya ves / que fuimos puente herido / de abrazos detenidos / por ver la libertad”.

 “Siempre te recuerdo vieja / sentada junto al hogar / acariciando la lumbre / la cadiera y el pozal… Siempre te recuerdo vieja / sentada frente al portal / repasando antiguas mudas / que ya nadie se pondrá…”

 “Rosa, rosae / y también el valor de pi, / y el recuerdo final por los muertos / de la última guerra civil…”

 “… Que queda de ti, / viejo compañero / del primer impulso / contra tanto miedo / que hubo que empujar / para devolvernos / nuestra dignidad…”

 “… Me estoy quedando sin ti / igual que el monte en invierno / cuando la nieve lo duerme / bajo un manto de silencio / guardando bajo sus sombras / agosto con sus recuerdos…”

 “He puesto sobre mi mesa / todas las banderas rotas / las que nos rompió la vida / la lluvia y la ventolera / de nuestra dura derrota.”

 Son solo algunos de sus versos tomados al azar, a la vez que escucho, recuerdo y ubico cada canción… Lo cierto es que, cuando he comenzado este post, no tenía la intención de hablar de Labordeta, pero en la vida siempre pasan cosas inesperadas y ésta, además, resulta extraordinariamente agradable. Siempre es tiempo de escuchar a Labordeta y masticar sus canciones para sentir la fuerza de sus letras, la profundidad de sus mensajes. Ahora suena la “albada”, esa canción que casi te obliga a ponerte en pie para escucharla con emoción: “Esta albada que yo canto / es una albada guerrera / que lucha porque regresen / los que dejaron su tierra”. ¡Maldita sea! ¿Cuántos jóvenes se ven obligados a salir del país para buscar en otros lo que aquí se les niega? ¿No es actual este mensaje, esta denuncia?

 Miro algunas fotos que cuelgan de la pared o están depositadas sobre armarios y estantes y cada una va tocando una fibra, despertando un sentimiento: los padres de Mercè con nuestro hijos o mis padres también con Ana Y Daniel; mis padres con sus cuatro hijos… Hay fotos que cuando las haces no piensas que algún día adquirirán un simbolismo especial. Veo una en la que mi padre y el de Mercè están charlando apoyados en una barandilla que se asoma a un pequeño estanque en la pinada de Fraga… Eran tiempos de reuniones familiares y festivas, imposibles ya de repetir. Esa conversación quedó truncada con el fallecimiento de ambos… Hay varias fotos de Ana y Daniel, y algunas en las que estamos Mercè y yo. Éstas, unas y otras, son fotografías alegres que muestran el paso del tiempo, inexorable, pero agradable a la vez, porque muestran el crecimiento de los hijos y también la belleza serena de Mercè y las entradas (o salidas, depende desde dónde se mire...) que adornan mi cabeza… Estamos en el camino y no podemos saltarnos ninguna estación…

 Y libros por todos los armarios, encima y debajo de la mesita, que custodian los sofás, amontonados en un rincón. Ahora mismo, muy a la vista: “Futbolistas de izquierdas”, “Sobrarbe a tiempo parcial”, “El Pirineo aragonés antes de Briet”, “El primer hombre”, “La lectura y la vida”, “La palabra amenazada”…, por poner algunos ejemplos de los que ando leyendo y hojeando…

 Y la Peña Montañesa, iluminada en este momento por la luz del atardecer, que puedo ver desde esta mesa en la que escribo y que me produce un gran placer porque solo tengo que levantar la vista para contemplarla en su esplendorosa quietud, cada día con una cara diferente, siempre majestuosa, imponente, mítica…

 El viejo granero, devenido en salón de lectura, de conversación, de estudio, de escritura, de vientre acogedor de libros, colecciones, recuerdos, fotografías… sigue cumpliendo su fértil función: los granos de cereal ahora son las palabras; y la cosecha o el mondongo, los libros leídos y por leer; los textos escritos en diversos soportes, expresando nobles sentimientos, percepciones emotivas, fantasías soñadas… Hablo del viejo granero, que ya es un recuerdo amable en el nebuloso túnel del tiempo, por el que uno viene transitando hace ya varias décadas y lo hago desde el nuevo salón que me acoge y me inspira, que huele a papel encuadernado, a papel impreso…; pero que si cierro los ojos y me pongo a pensar, no me resulta difícil encontrarme con olores antiguos: de manzanas y orejones, de trigo recién “aventado” o de alegre mondongo...

4 comentarios

Mariano -

Tenía ganas de verte por este territorio. Leerte es un placer, Rosa. Tus palabras son un auténtico regalo y confirman ese denominador común que tanto nos une desde la infancia, aunque hayamos nacido en geografías alejadas. Faenas, sabores, olores, sensaciones que se pegaron a nuestra piel y nuestra memoria.

Mª Rosa Serdio González -

¡Me he atrevido y me he internado hasta las profundidades y alturas de mi propia casa de pueblo! Es una casa que ya no habito físicamente pero de la que sé todos los rincones, me llegan todos los crujidos, retengo todos los sonidos de los relojes, subo todos los escalones hasta mi desván.
Casi igual, como en todas las casas donde, realizado el trabajo, la cosecha sirve de corona anual y cada producto con sus cualidades sensoriales se convierte en joya incrustada que se va bajando a la cocina para asombro, consumo, regalo, préstamo al vecino o, en el peor de los casos, cuando la necesidad apremiaba y era más de las previstas, sacar una perrillas adicionales.
Voy subiendo siempre por un rayo de luz de la tarde colado por la teja rota, la de los disgustos en invierno...Y llego al nido de colirrojo tizón con su sorpresa recién emplumada.
Llego a la mesita de limoncillo y nácar retirada por accidente en sus elegantes patas altas...
Llego hasta la voz que me reclama desde la cocina porque tardo en bajar con las patatas y la cebolla que me pidieron para la tortilla de la cena...
Esas casas que fueron de amor y nacimientos, de velatorio y lutos, de fiestas estacionales y labores del campo o del hogar y siempre estaban llenas de sabiduría y faenas en equipo.
Y ahora, que acabo de recoger la cocina de casa, esta lectura me ha regalado un pedazo de mis primeros años de luz, esos donde se recoge la simiente que luego, por el mismo rayo de luz y, en cuanto te tiren del hilito, quedarán bordados en cualquier página...aunque como esta sea de nube y aire.

Mariano -

Me alegra enormemente, querida SilviaLuz que la lectura de mi granero te haya hecho recordar las aventuras en tu galpón. Y me gustaría también que estas notas tan interesantes que escribes, las alargaras un poquito más y me las enviaras para publicarlas en El Gurrión. Por cierto, hace cuatro días mandé una "botella" con mensajes a tu dirección postal. Estate atenta. Espero que llegue. Gracias por leer y escribir, como siempre y un fuerte abrazo.

Silvialuz -

Hola Mariano! este post tuyo vino justo después de mi viaje al campo, ese campo santafesino que fue el hogar de mis padres y abuelos y al que íbamos todos los años de niños, a disfrutar de esas cosas tan distintas a las de la ciudad. Mis padres se mudaron a la ciudad cuando se casaron y yo nací y viví siempre en ciudades, por eso será que me gusta tanto la vida en el campo. Fui a ver a mis viejos tíos, todos de más de 80 años, tan vitales, alegres y memoriosos que me da envidia. Recuerdo que íbamos a pasar un mes en verano y pretendíamos hacer las faenas de mis tíos y tías: juntar algodón, cosechar maíz, juntar huevos, acarrear leña... y ese granero que nombras me recuerda el "galpón", que servía a todos los efectos. Nuestras travesuras tan inocentes y peligrosas: andar a caballo, meternos entre los animales en el corral, vagabundear por los sembrados, son actividades que me gustaría que vivan mis nietos, por eso llevé a Lola.
Mis tíos fueron músicos, formaban una orquesta que amenizaba los bailes en los distintos pueblos, de los seis varones, cinco tocaban diferentes instrumentos: acordeón, batería, contrabajo, bandoneón y guitarra o dos bandoneones. Mis tías, las tres últimas de la familia, eran casi como hermanas mías ya que nos llevamos pocos años, ellas nos proporcionaban todo aquello que se nos ocurría, mi hermano Raúl y yo éramos sus juguetes.
Todo esto que escribí sin pensar hacerlo, me hizo acordar tu post y si bien ese galpón sigue funcionando como tal, la casa ya no es la misma. El progreso llega a todas partes.
Un abrazo y hasta el próximo post