ACTIVIDADES Y DEPORTES DE AVENTURA (II)
Lo prometido es deuda y lo insinuado también, así que ahí va la segunda parte de los “viejos deportes de aventura”.
El “treping” consistía básicamente en la subida a los árboles. Era un ejercicio de observación, de activación muscular completa (trabajan brazos y piernas) y en algunas ocasiones de riesgo y aventura, puesto que si te sorprendía el tío José en lo alto de su cerecera, a ver por dónde coño bajabas… El objetivo del “treping”, en ocasiones, era el descubrimiento de un nido y la curiosidad por “tocar los huevos” o ver los pajarillos (omitiendo las barbaridades que podíamos hacer con uno u otros). Aún así, nuestros árboles preferidos eran, en verano, los frutales (o pensabais que éramos tontos) y, en invierno el “laitonero”, llamado almez en castellano. Los frutos de este árbol de margen de campo, eran los “laitons” o “laitones” que tenían poca chicha, pero dulce y rica y un hueso esférico en su interior; con él practicábamos el “canuting” (nada que ver con el significado que le daríamos hoy día) y el “ruejing” (de “ruejo”, hueso, en castellano). Para el “canuting” bastaba uno hecho de caña y un bolsillo lleno de laitones: metíamos uno en la boca, “rosigábamos” la chicha y con el canuto lanzábamos el hueso a la nuca, a la cara, a las piernas… del más próximo. El “ruejing” lo reservábamos para la escuela y consistía en colocar unos cuantos “ruejos de laitón” en los asientos abatibles de aquellas viejas mesas “de a dos” para que al sentarnos crujiesen con un ruido muy sugerente, que el maestro premiaba inmediatamente con alguna colleja o cualquier otro castigo de un amplio y variado repertorio. En este repertorio de actividades infantiles que rozaban el deporte y la aventura también habría que señalar los distintos tipos de “paning”. Hoy los zagales casi no comen pan, pero en mi época, nos atizábamos unas tajadas que temblaba el misterio: pan con aceite y azúcar; pan con manteca de cerdo (ahora seríamos perseguidos si aconsejáramos semejante tostada) y azúcar; pan con chocolate; pan con nata de leche y azúcar; pan con vino y azúcar, escanciado directamente del porrón de la cocina… Se merendaba en la calle, por lo que cada cual salía de su casa un minuto después de salir de la escuela, con la tajada correspondiente y mirando de reojo al de al lado para ver de qué era la suya. Desde que se perdió la sanísima costumbre de comer “pan con algo”, la vida ya no es lo que era. En asuntos de comer, el “barzing” era ya la repera. Las “barzas” (zarzas, en fino castellano) crecen en los bordes de los caminos, al lado de las acequias y dan un fruto rico y muy buscado por nosotros: las moras; además de comer moras a finales de verano, comíamos los brotes tiernos de las “barzas” en primavera (¡que ya eran ganas de comer!). Las pelábamos y “pa dentro”. También comíamos almendricos, manzanetas de San Juan, arañones, pétalos de acacia, moras de morera… Aparentemente, argumentos suficientes para pillar una diarrea tras otra, pero no fue el caso. Hoy, sólo fruta de compra, lavada y bien pelada… ¡Joder, cómo cambian los tiempos!
De pequeños, cuando salíamos de la escuela por la tarde, teníamos una faena encomendada: el “cesting”. Emulando a Caperucita roja o a su homónimo masculino, Caperucita rojo, llevábamos la cesta de la merienda al padre y a algún abuelo que estaban demasiado atareados en faena agrícolas y no tenían tiempo de venir a merendar. Como los jornales duraban lo que duraban, no perdonaban la merienda, pero había que llevársela al campo.
El tema digital ya lo cultivábamos con mucho entusiasmo y gran contento: “oliving”, “almendring”, “glaning” eran algunas de las actividades que realizábamos con “tecnología digital”. En los dos primeros casos poníamos mantas en el suelo, antes de varear los árboles, pero había que ejercer de cualquier modo el repaso “a uñeta” de la superficie situada bajo cada árbol: “olivera” o “almendrera” para coger todas las que habían caído fuera de la manta, por lo general más pequeña de lo debido… En el caso de los “glans”, frutos de los “caixigos” (robles, en fino castellano), todo se hacía en versión digital, cogiendo los que los vientos de otoño hubieran hecho caer del árbol, generalmente los sábados de otoño por la tarde, puesto que no había escuela. El “glaning” era una actividad muy recomendable para poder acabar haciendo un buen “mondonguing”.
El “bencejing” tenía su cosa. El más pequeño de la cuadrilla se encargaba de localizar un “basón” de agua en algún barranco próximo para poner los bencejos a remojo. Los bencejos se utilizaban para atar los fajos de hierba o de mies (de garba) y para que el “atador” no sufriese en sus manos el contacto con el áspero esparto, se remojaban para ablandarlos. Luego se sacaban del “basón” y se acercaban al campo o huerta para que los usara la cuadrilla. Como solían ser más largos que alta la criatura encargada de remojarlos, el camino desde el barranco hasta el campo solía ser un pequeño suplicio y solías llegar bastante remojado también, del agua que iban soltando. Claro que peor era coger con las manos las gavillas de trigo o de cebada, salpicadas de unos hermosos cardos, para acercárselas al “atador” de los fajos. El “gavilling” y el “fajing” eran poco recomendables.
Nada como el “zolling”. En todas las casas había uno o más cerdos (y entiéndase bien la frase) que habitaban las zolles, situadas en alguna zona de los corrales. El cerdo, como su nombre indica, no es precisamente un animal limpio de costumbres. Suele hacer sus necesidades en un rincón, eso sí, pero como es muy “meador” convierte su habitáculo en un espacio pringoso y maloliente. Cada pocos días, hacíamos “zolling”, armados de pala y carretillo y “toreando” al animal o a los animales: ¡emocionante! La verdad es que siempre valía la pena, porque cuando llegaba diciembre, el “zolling” daba paso al “mondonguing”: un cerdo entero convertido en jamones, morcillas, tortetas, chorizos, longanizas, botes de conserva… Ya de bien pequeños, los zagales y zagalas ayudábamos en algunas fases, especialmente en la última: prueba y consumo de todo lo anterior.
Cada otoño, antes de iniciar las labores de siembra, había que “espardir fiemo” (estiércol, en fino e inodoro castellano) ¡Vaya faena el “esparding”! Primero había que cargar el remolque a golpe de “forca fierro” y luego descargarlo, ya en el campo, en el huerto o en la viña con “a forca reganchada”. ¡Glorioso! Una vez que habías ido dejando en el campo un montón aquí y otro allá, había que volver a coger otra vez la “forca fierro” y proceder al auténtico “esparding”, un ejercicio completo para trabajar la musculatura de los brazos, la del tórax y la de los riñones… Y la de las piernas, que debían aguantar todos los movimientos anteriores.
Uno de los aperos agrícolas más curiosos era el que denominábamos “bigós” o “pugar”; una especie de azada, de dos cuernos. Era el instrumento indicado para picar un huerto, por ejemplo, clavándolo con profundidad. Su manejo requería un esfuerzo nada despreciable y los zagales lo empleábamos poco. Aún así, era recomendable usarlo en el “arranquing” de las patatas. Cuando empezaba el mes de septiembre solía procederse a arrancar las patatas: una faena extraordinariamente adecuada para “fortalecer” los músculos de los riñones y zonas aledañas (por eso la recomiendan tanto los médicos, actualmente, para corregir desviaciones de columna, hernias discales caídas, etc.)
El “forqueting” era una actividad más aventurera. La “forqueta” es un palo largo que se utilizaba para tutorar las judías, los bisaltos, a veces las tomateras… Se utilizaba la madera de la sabina, arbusto abundante en los montes de Labuerda, de madera dura que no se pudría fácilmente. Normalmente, se iba con un par de machos al monte, una mañana de otoño o de invierno. Nos llevábamos “trago” y comida e íbamos haciendo las horquetas, “escamalándolas” y atándolas en fajos hasta completar dos buena cargas. Por la tarde regresábamos al pueblo con la cosecha. Luego, avanzada la primavera, se clavarían las “forquetas” con los fines explicados. No hacía falta hacer “forqueting” cada año porque duraban mucho tiempo; luego, cada cierto tiempo se hacían unas cuantas para ir reponiendo…
Bueno, y llegados a este punto, y cubierto el compromiso, invito a que quienes lean estas líneas hagan su catálogo particular de deportes de aventura, mirando con descaro a ese tiempo amarillo que fue nuestra infancia. Yo no descarto ni prometo una tercera entrega más adelante.
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P.D. Hoy hace 72 años que una pandilla de salvajes se levantó en armas contra el gobierno legítimo de este país, un gobierno republicano, y comenzó una auténtica "Guerra Incivil". Sean malditos quienes cometieron tantos atropellos y quienes dejaron una herencia de dolor y retraso histórico, que aún padecemos.
5 comentarios
Mariano -
Como no hay dos sin tres, es fácil que esto acabe en trilogía. Yo creo que aún es posible rescatar algunas aventuras más para completar un tercer post. Hoy he recibido el número 1 de Els tres llugaróns, ese pedazo de revista de Abi, Seira y Barbaruéns (tres llugars mica güens)
Fina:
No me compares una mierda de bollicao con cualquiera de los panes con algo de nuestra infancia (de la tuya no, que eres mucho más joven). ¿De dónde te crees que saco yo la energía? Pues de la cantidad de yemas batidas con un vino dulce del tonel de casa que me tomé en ayunas Eso sí daba energía y no el cola cao. Un abrazo
Fina -
Pues no sé que sería más malo, si el bollicao o todo ese alcohol...jajaja
Mari Carmen -
Abrazos.
Mariano -
Me desdigo de lo dicho. Visto así, prefiero el pasado. También estoy de acuerdo con lo del panadero y no sólo porque el panadero de Labuerda es mi hermano, que practicó conmigo la mayoría de los deportes recogidos en los dos capítulos escritos. Un abrazo
José Luis -
Bueno, en primer lugar, y en homenaje al paning, he de nombrar la panadería de Ansó, la cual me permitió practicar este deporte todo un año en las consiciones más felices que puedo recordar. Desde entonces creo que el panadero es la persona más importante de un municipio (por cierto, este deporte se ha dejado de jugar en las ciudades, y ahora sólo se practica el panishoping, cuyas reglas varían sustancialmente).
Y por citar otra actividad que creo no he leído, el caniquinq, o chiving. Una zona arenosa con algún agujero y las canicas bastan para jugar. Su riesgo radicaba en las frecuentes apuestas de doble o nada, que podían concluir con un incauto que acababa la jornada debiendo diez mil o veinte mil canicas. Y si en ese momento aparecía tu padre y se enteraba del desaguidado...Ojalá se hubieran conocido entonces los métodos de resolución de conflictos!
Un abrazo Mariano.