“Palabras para cantar, palabras para reír, palabras para llorar, palabras para vivir, palabras para gritar, palabras para morir…” (José A. Labordeta)
Cada final de año y comienzo de otro se produce una revalorización de las palabras (o al menos, se hace un mayor uso de ellas) transmitiendo buenos deseos, manifestando una larga lista de buenas intenciones, siendo en general generosos en el saludo, en el elogio…Parece como si del interior de cada persona subiera un magma cálido, cariñoso, solidario, tierno que sale por la boca o por la punta de los dedos, en forma de palabras dedicadas a la familia, a las amistades, a las personas que nos importan. Palabras dichas o escritas que hacemos llegar por teléfono, por carta, por correo electrónico, por mensajes de teléfono móvil, a través de las redes sociales electrónicas…
Unas palabras dichas a tiempo pueden levantar nuestra moral, hacer que nos sintamos reconocidos, estimular nuestro ánimo de forma especial, formalizar una relación, recuperar una amistad,… Y aunque estemos fuera de esas fechas nombradas, a nadie le amarga un dulce. De modo que, en cualquier época del año, son bien recibidas esas palabras positivas que, como el combustible, encienden nuestro ánimo y nos hacen caminar y llevar con dignidad los rituales diarios de trabajo y de ocio.
Hace unos días, releyendo algunos cuentos de Isabel Allende (contenidos en su libro “Cuentos de Eva Luna”) releí (ya no lo recordaba) el que lleva por título DOS PALABRAS y quiero reproducir aquí un par de fragmentos que copié porque van como anillo al dedo:
“Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allá, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía (…)”
(…) Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas. (…)”
Y las palabras que están escritas en los libros llegan, en ocasiones, de manera trabajosa y heroica a sus destinatarios sorprendidos. Recordemos las Misiones Pedagógicas (http://es.wikipedia.org/wiki/Misiones_Pedag%C3%B3gicas), puestas en marcha en España tras la instauración de la IIª República (14 de abril de 1931) que acercaban a los pequeños núcleos de población y a sus sorprendidos habitantes, obras de teatro, reproducciones pictóricas y las famosas bibliotecas circulantes… Y en estos tiempos, aún es posible encontrar ejemplos de personas que, en contra de toda lógica, son capaces de acercar las palabras escritas a quienes tienen serias dificultades para acceder a ellas. Voy a presentaros o a recordaros tres iniciativas diferentes que nos llegan del continente americano (y de las que, en algunos casos, ya he dado noticias en mi web):
1. José Alberto Gutiérrez, colombiano, y su trabajo de recuperador de libros y fundador de pequeñas bibliotecas ofrecen una solución eficaz, natural y sensata para acercar los libros a las personas. Y lo hacen sin intervenciones institucionales que ralenticen los flujos de actividad ni entorpezcan los procesos con exigencias burocráticas, acciones a destiempo o búsqueda de protagonismos inútiles, costosos y decepcionantes. Recoge los libros que la gente tira a la basura (él es conductor de un camión de la basura) y va fundando bibliotecas: http://macoca.org/jose-alberto-gutierrez-el
2. El Biblioburro es una biblioteca itinerante que distribuye libros en la espalda de dos burros, Alfa y Beto. Este programa se creó en La Gloria, Colombia por Luis Soriano. Soriano se sintió fascinado por la lectura desde pequeño y se graduó en literatura española con un profesor que visitaba la aldea un par de veces al mes… http://macoca.org/enlaces-con-documentos
3. “La señora de los libros” es, a su vez, un libro escrito por Heather Henson e inspirado en una historia real: la valiente labor de las bibliotecarias a caballo, conocidas como «las señoras de los libros» en los Apalaches de Kentucky. El Proyecto de la Biblioteca a Caballo se fundó en los años treinta del siglo xx, con el fin de acercar los libros a zonas aisladas donde había pocos colegios y ninguna biblioteca. En lo alto de las montañas, los caminos eran a menudo simples lechos de riachuelos o senderos accidentados. A lomos de un caballo o una mula, las bibliotecarias a caballo recorrían la misma ardua ruta cada dos semanas cargadas de libros, con independencia de que el tiempo fuera bueno o malo: http://www.editorialjuventud.es/3785.html
Y dicho lo dicho, las últimas palabras de este post quiero dedicarlas esta vez a nombrar a dos personas que se llevó la enfermedad durante el pasado 2010. Serán por tanto palabras de recuerdo para Lidia y para Blanca. Resulta que estos años he andado “bibliotequeando” por diferentes lugares y eso me ha permitido conocer a muchas personas y cosechar algunos afectos (ya lo he contado, en parte, en otros post). En ocasiones, cultivada intermitentemente la relación (las distancias y las velocidades temporales y vitales no suelen dar otra opción), las noticias pueden cambiar de una manera radical de una vez a otra.
Lidia Ollero vivía y trabajaba en Madrid; era bibliotecaria y estaba vinculada a los Amigos del Libro Infantil y Juvenil y colaboraba cada año, con mucho entusiasmo, en la celebración del Día de la Biblioteca. En 2005 se publicó un número extra de la Revista de Educación del Ministerio de Educación y Ciencia, con el título de “Sociedad lectora y educación”. Lidia fue la coordinadora de aquel volumen (muy reseñado en las bibliografías que hablan del tema) y quien escribió la presentación del mismo. La revista-libro salió con 384 páginas y siempre le guardé mucha gratitud por invitarme a participar en el mismo. http://www.oei.es/fomentolectura/revista_escolar_2005.pdf
Lidia estaba suscrita a la revista El Gurrión desde hace varios años y recibía, leía y guardaba la revista con interés y aprecio. Sus conversaciones telefónicas eran largas, espontáneas y muy animadas… Guardo algún libro suyo dedicado, varias cartas y correos electrónicos donde agradecía las muestras de ánimo que le mandábamos. Al final, tras un silencio prolongadamente sospechoso, llega la noticia de su fallecimiento.
Blanca Gutiérrez vivía en Cantabria y trabajaba como profesora en un Instituto. A Blanca la conocí allí una de las veces que estuve en Santander y allí volvimos a encontrarnos. Cuando hablábamos, comprobábamos que teníamos ideas similares respecto a cómo afrontar el fomento de la lectura o la dinamización de la biblioteca. Yo solía enviarle todos los materiales que íbamos produciendo en nuestra biblioteca escolar porque así me lo pedía ella para poder adaptar algunos a su centro o para que le sugiriesen ideas nuevas. Blanca contribuyó desde la Asociación Aletheya a impulsar la lectura, el contacto con autores, etc. Contaba con un activo blog http://aletheya.blogia.com/ donde quedan patentes esos esfuerzos. Blanca fue quien propuso que la biblioteca de su Instituto (IES Ría del Carmen, en Muriedas - Camargo) llevase el nombre de Álvaro Pombo y en el enlace siguiente puede leerse la crónica de la ceremonia de “bautismo” de la citada biblioteca: http://www.elfarodecantabria.com/article.php3?id_article=33887
Guardo los últimos correos electrónicos cruzados con Blanca antes del verano, siempre diciendo que agradecía los ánimos y las cosas que le mandaba, pero que la quimio la dejaba sin fuerzas y se cansaba de escribir dos líneas… Después de otro prolongado silencio, estas pasadas navidades supe de su fallecimiento.
Quería en este primer texto de 2011 tener un recuerdo para estas dos mujeres, ligadas a los libros, a las bibliotecas, a la literatura y a las palabras, cuyas vidas quedaron truncadas en este pasado 2010 dedicándoles, precisamente, unas palabras en su memoria y evocando su amistad. En un día 11.1.11, en el que se ha muerto Mª Elena Walsh, maestra de la palabra poética.
“Palabras para cantar, palabras para reír, palabras para llorar, palabras para vivir, palabras para gritar, palabras para morir…” (José A. Labordeta)
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