Hay cosas y situaciones que por más que estén ya muy repetidas, vuelven a vivirse siempre como si fuera la primera vez (o, al menos, eso es lo que a mí me parece). Descartado el sueldo (que, sin duda, no es para tirar cohetes, pero que es razonable y muy alejado de los tiempos del “pasas más hambre…”), son las vacaciones el activo más valioso de maestros y maestras. Un tiempo, sin duda, que cada cual puede ocupar en lo que estime oportuno, claro, pero que –creo- tiene una utilidad evidente: recomponer cada año los desgarros, la tensión y las heridas que las relaciones personales (a varias bandas) derivadas del trabajo cotidiano marcan el exterior y sobre todo el interior de cada maestro o maestra (al menos de quienes nos tomamos el trabajo con espíritu anarquista: diario, innovador, comprometido, continuado y a fondo).
Por eso, la última semana de agosto, tiene siempre un regusto especial. Marca cada año, el fin de una época y el comienzo de otra. Yo la estoy viviendo con emoción e inquietud (no en vano, el pasado curso estuve exento de asistir diariamente a clase); con ganas de iniciar un nuevo tiempo de contacto diario con un nuevo grupo de chicos y chicas, con la posibilidad de emprender pequeñas aventuras innovadoras o pequeños desafíos, pero también con cierto grado de pereza de retomar una singladura que uno ya ha vivido más de treinta veces (en otros más de treinta años) y de la que ya conoce ciertos lugares comunes, ciertos peajes en los que habrá que detenerse y “pagar”. Estas cosas, estos detalles, teñidos de inmovilismo, de tradición mal entendida (“Muchas tradiciones, como muchas estadísticas, están para romperlas”, ¡coño!; no para reproducirlas sin cesar, hasta incluso cuando ya dejaron de tener sentido).
Contaré algunas cosillas de esta semana que anda justo por la mitad; de ese tiempo apresado (es lo que trato de hacer, pero no se deja) y vivido con sosiego, mientras caen las hojas del calendario anunciando el viaje de regreso al tajo y anunciando también encuentros y reencuentros: unos celebrados y deseados y otros algo menos (incluso alguno indeseable, que de todo hay).
El lunes anduvimos por el Valle de Bujaruelo: ese espacio natural, cercano al Valle de Ordesa, hermoso y verde; fresco y soleado a la vez, dibujado por el río Ara a lo largo del tiempo, al que tanto nos gusta viajar de vez en cuando, en busca de un subidón energético, de rellenar nuestros depósitos interiores con imágenes conocidas, pero siempre renovadas y con sensaciones ya vividas, pero siempre sorprendentes.
Viajamos con Ana y Mercé, con el fin de hacer el suave recorrido circular, con salida y llegada al puente medieval, parando a la orilla del río cuantas veces nos apeteciese. Y eso hicimos, sin aglomeraciones, charlando y paseando y haciendo fotos y mojándonos los pies y –sobre todo- escuchando al Ara. Nos encanta el sonido del agua, el ronroneo continuo que produce el río; los diferentes tonos percibidos cuando caminas algo alejado del curso del mismo o cuando te acercas a su orilla y dejas que el agua vaya lamiendo tus pies. El Ara, por estos parajes “bujaruelianos” es un río muy hablador: sentarse en cualquier piedra de sus orillas, en silencio, y escuchar y mirar es una de las acciones más relajantes y plenas. De regreso en el puente, tomamos la decisión de seguir el camino que acompaña al río por su derecha hasta el camping de Fenés: Ana se bajaría el coche y nos esperaría para comer y Mercé y yo haríamos esos tres kilómetros, andando, metidos por tupidos y, por tanto, sombríos bosques de hayas y abetos, aproximándonos o alejándonos del cauce, pasando por tramos de camino que había que transitar con cuidado de no despeñarse, escuchando siempre la voz del Ara, quejumbrosa y brava mientras chocaba contra peñascos inmensos o salvaba desniveles en tendidas, blancas y sonoras cascadas… Tras una hora de caminata, con muy poco desnivel, llegamos al camping: pasó con rapidez la cervecita con limón, preámbulo de la comida. Nos gusta comer en el restaurante de Fenés; conocemos a la dueña y la comida casera está muy rica; también el espacio es acogedor y, para nosotros, después de tantas visitas realizadas, muy entrañable. Hemos estado solos, con los dos hijos, con uno solo, con la familia y con muchos amigos a los que hemos acompañados por estos parajes.
De bajada, paramos en Sarvisé a ver a la familia, charlar un rato con ellos y tomar un café.
Ayer, en cambio, la actividad principal del día la desarrollamos en casa, en el “cuarto del patio”. Cuando uno estrena un cuarto, una habitación, en la que se van a ir colocando diversos objetos, lo hace con ilusión y pensando que esa era la solución para tener más ordenada la casa, más localizados según qué elementos o desembarazadas otras habitaciones. Pero lo cierto es que, pasa el tiempo, se siguen colocando cosas en su interior con mucha frecuencia y llega un momento en el que se van desbordando las previsiones iniciales: ya no son suficientes las estanterías, se colocan objetos en el suelo; la altura de cada montón crece de manera vertiginosa, ya no se respetan las ideas iniciales de ordenación y aquello termina siendo un caos, donde ya es casi imposible encontrar nada concreto, porque (por otra parte) ya hemos perdido la noción de las cosas que allí se guardan…Estaba yo en ese punto en el que detectas la necesidad de quitar, seleccionar, tirar, recolocar y ordenar y, por otra parte, cada vez que piensas en todo ello, sientes una enorme pereza para empezar a realizar ese listado de acciones. En esas estaba, digo, cuando llegó mi hija Ana –una chica muy resuelta y con una capacidad de organización muy notable- y, poco menos, que me obligó a empezar los trabajos anunciados. Ayer a última hora de la tarde, el cuarto del patio presentaba un estado ya casi desconocido; en realidad, no lo conocería, como suele decirse, “ni la madre que lo parió”.
Y lo bueno es que en estos procesos de limpieza y reordenación uno encuentra siempre cosas que ni sabía que guardaba. Fueron muchas y eso que no abrí todas las cajas o carpetas para mirar exhaustivamente su interior. De todos modos, hubo algunos descubrimientos que me hicieron gracia o que me llenaron de alegría. Uno de ellos, una agenda pequeña del antiguo Banco Central del año 1968. ¿Por qué la guardaba? Abriéndola lo descubrí: allí están las firmas (algunas con dedicatoria) de los compañeros y compañeras del tercer curso de Bachiller Elemental (1967-68); de modo que pude leer todos sus nombres y recordar algunos rostros.
Otro de los descubrimientos (y éste no tenía ni idea de que lo guardara, pues no lo había visto nunca antes) fue el de una carpetilla con algunos papeles de mi estancia en el campamento de magisterio que estábamos obligados a realizar en mis tiempos. De los papeles que guardo, hay dos documentos que me hicieron gracia; son de revistas que se editaban en el citado campamento. Guardo el número 1 del 6 de julio de 1972 y el número 5 del día 10 de julio del citado año. En la primera está la lista de todos los que hacíamos el campamento, ordenados por tiendas. Sonreí al leer los nombres y recordar algunos cuartetos célebres (estábamos cuatro en cada tienda); en mi caso, compartía habitáculo con José Mª Fantova, Santiago Sánchez y Emiliano Córdova. La revista se llamaba “Mástil”, ¿quién elegiría el título? En el número 5 me encuentro con un poema, en la sección “El poema de hoy”, titulado “Pensamiento del alma” y escrito por el amigo Jesús Castiella, hoy colaborador de la revista “El Gurrión”, con sus precisos y preciosos dibujos. Le mandaré a Jesús una fotocopia por si no hubiera guardado un ejemplar.
Y el último descubrimiento al que voy a referirme me causó una gran alegría porque el libro que escribí hace más de una docena de años “Así nos divertíamos, así jugábamos…” y que aún me lo siguen pidiendo, ya hace unos cinco años que lo daba por agotado (me he guardado los diez ejemplares de rigor, como “archivo histórico”). Pues bien, en la parte baja de una estantería apareció una caja precintada, tal como la recogí en su día en la imprenta, y mi sorpresa fue mayúscula al abrirla y descubrir que allí había 36 ejemplares impolutos del citado libro. De modo que, si alguno de los que leen estas páginas, estaba interesado en él, que sepa que vuelvo a tener ejemplares antes de plantearme una reedición del mismo.
Por otra parte, llevo dos tarde dedicando un par de horas a cascar almendras y nueces. Es una faena curiosa. Sentado en un lugar en sombra, armado de un martillo y con la cesta o el saco con las provisiones de frutos secos al lado, uno va metiendo la mano en la cesto o el saco –como digo- y golpeando con el martillo, una por una, cada nuez o cada almendra para luego extraer de la cáscara coriácea y dura, el fruto correspondiente… Y lo bueno es que, como es una faena bastante mecánica, puedes tener la cabeza ocupada en otros asuntos: planificar acciones inmediatas, rememorar otros momentos, recordar un viaje o una persona… En ocasiones, del ensimismamiento en el que puedes caer, te despierta el martillo que, erró el golpe y fue a dar con uno de tus dedos y que te hace exclamar alguna imprecación de manera automática.
Las nueces las recogimos hace más de tres años, por indicación de mi padre, de un curioso nogal. Hace treinta años, probablemente más, el río Cinca, en una de sus crecidas, se llevó varios huertos de la partida conocida como “Huerta Vieja”. Donde estaba el huerto de casa, quedó una glera llena de cantos rodados mondos y lirondos, salvo una esquina de tierra en la que creció un nogal. Aunque cuando se producen estos fenómenos en los que el río hurta al agricultor, de manera sorprendente y descarada, sus posesiones, el agricultor pierde sus derechos sobre aquel suelo (creo que está así la cosa); mi padre siempre reivindicó la propiedad de aquel nogal y dada su querencia natural por estos árboles, recogió algunos años sus nueces.
Y así, como una metáfora envolvente, pensé que el Cinca se llevó la tierra y dejó un nogal; la vida (o la muerte) se llevó a mi padre hace dos años y ayer tarde, aquellas nueces de aquel nogal, recogidas hace tres años por expreso deseo de mi padre, me trajeron a la mente algunas imágenes entrañables y en ese silencio sólo roto por el monótono “chas, chas” de cada golpe, lo fui recordando una vez más. Por cierto, las nueces estaban muy ricas y también las almendras del día anterior. Además dicen que los frutos secos son muy saludables. Buen final de agosto, amigos.
Comentarios » Ir a formulario
Autor: Anny
Fecha: 27/08/2010 13:08.
Autor: Mariano
Fecha: 27/08/2010 16:43.
Autor: Silvialuz
Fecha: 30/08/2010 03:54.
Autor: Mariano
Fecha: 05/09/2010 11:51.
Autor: José Luis
Fecha: 21/09/2010 00:44.
Autor: Mariano
Fecha: 21/09/2010 12:53.
Plantilla basada en http://blogtemplates.noipo.org/
Blog creado con Blogia. Esta web utiliza cookies para adaptarse a tus preferencias y analítica web.
Blogia apoya a la Fundación Josep Carreras.