Hace veinte años, el 20 de agosto no tenía para mí el más mínimo significado. Era un día más en el calendario; un día que no me traía ningún recuerdo, ni alegre ni doloroso. En mi juventud, solía ser un día de transición entre las fiestas de Labuerda (recién terminadas) y las de Boltaña (que solían comenzar un par de días más tarde). En todo caso, recuerdo que en 1975 fue “el día después” de la primera actuación de José Antonio Labordeta en Labuerda (lo que, a la postre fue la primera actuación anunciada y autorizada del citado cantautor en un escenario de la comarca de Sobrarbe). Por la trascendencia de la época, podríamos decir que la primera vez que actuó Labordeta en Labuerda fue la víspera de un 20 de agosto; un poco forzado el uso de esa fecha, pero ahí queda como curiosidad.
Hace diecinueve años, en cambio, cobró ya un significado especial. Fue el día del nacimiento de nuestro hijo Daniel y, lógicamente, desde entonces, nombrar el 20 de agosto es nombrar ya una de las fechas más significativas de la vida de uno mismo. Desde entonces, unos cuantos cumpleaños celebrados con sus primos y primas y con los amigos y amigas de Labuerda, cuando eran más pequeños, han quedado fotografiados y ofrecen rostros infantiles manchados de chocolate o de harina; criaturas alrededor de una tarta con velas; niños y niñas practicando diferentes juegos: el de la cuchara transportista, el de comerse la manzana entre dos; el de llenar un cubo de agua con botellas; el de caminar con un ladrillo debajo de cada pie, el juego del pañuelo… Toda una ginkama que, cada año, organizaba su hermana para celebrar un cumpleaños que siempre tocaba en vacaciones y siempre en Labuerda. Ahora, con la edad, la celebración se ha hecho más sobria y sin parafernalias, como es de suponer. (Felicidades, Daniel).
Y si esa fecha empezó a adquirir significado en 1990, el año pasado lo multiplicó por dos, al ser el día “elegido” por mi padre para dejar este mundo, porque a estas horas tempranas del 20 de agosto del pasado año fallecía. Hoy, al cumplirse un año, el recuerdo se aviva de una manera especial y evoca aquellos últimos momentos, rodeado de sus familiares, entregando el aliento cuando ya la lucha era imposible. Uno evoca el último mes y medio en el que vio el deterioro paulatino de su salud y la progresiva pérdida de la noción de la realidad. Si repaso la libreta donde anoté algunas de sus expresiones, me sorprendo leyendo: “Pues entonces igual cierran este pueblo, porque ya no queda gente…”, después de informarle que algunas de las personas por las que me preguntaba ya habían muerto o, en pleno 16 de julio, cuando me dijo: “De todas formas, no hace frío este invierno… ¡Chico, yo al menos, no tengo frío!”. Uno de aquellos días le comenté que era el cumpleaños de Nelson Mandela, que cumplía 90 años, precisamente los que él tenía, porque eran quintos y me dijo, después de repetir su nombre, que “era un hombre muy grande, fuerte, un hombrón…”. Algunos días, insistía en que yo tenía más años que él. Yo le explicaba que no era así porque los padres “suelen” tener más años que los hijos y él era mi padre; entonces se quedaba pensativo y añadía: “¡Bueno, bueno…!”. En ocasiones mostraba momentos de una lucidez reflexiva notable: “Este año ya me he convencido, desde que me dio aquello, que nunca más valdré pa nada, ni pa estudiar, ni pa nada” o bien “Hay cosas que no las arreglarán ni los médicos ni nadie, así que me tendré que conformar”…
Fue una larga despedida que nos dejó conformados y tranquilos, sabiendo que pudimos cuidarlo hasta el final y que murió bien acompañado y sin dolor físico.
Miro frecuentemente las fotos en las que aparece con mi madre; especialmente las que les he ido haciendo estos últimos años. Veo su rostro esculpido por los fríos inviernos, por los amaneceres que lo sorprendían trabajando en el campo, por el sol inclemente que doraba sus facciones en la huerta, por la preocupación cotidiana de sacar adelante –junto a mi madre- a toda la familia…Un rostro en el que se reflejaban las huellas que deja el diario vivir, la larga y dura lucha por la existencia y en el que se reflejaba también la serenidad de quien ha vivido mucho y que lo ha hecho con unos hondos fundamentos éticos, respetando y exigiendo el estatus de dignidad que cualquier ser humano merece… Y también recuerdo sus manos; manos grandes y fuertes de tanto abrir surcos, de atar fajos de hierba y mies, de ordeñar vacas, de acompañar el arado, de varear almendros, olivos, nogales; de hacer leña para mitigar el frío de los inviernos…manos apretadas los últimos días, buscando el calor insustituible del afecto, la comunicación profunda sin las palabras que ya no podían pronunciarse.
Miro su rostro fotografiado y pasa fácilmente por mi mente una extensa película de tantos momentos de vida compartidos y sonrío y me siento agradecido por haber tenido la suerte de tener alguien como él a mi lado; alguien que aportó esa dosis necesaria de seriedad, dedicación, empeño, acogimiento, capacidad de trabajo, mirada solidaria…
Hoy, ahora, a las nueve menos veinte de la mañana, el sol se ha tendido por los tejados e ilumina completamente la torre de la iglesia de Labuerda. Bandos de palomas despegan desde lo alto de la misma y se posan de nuevo en los salientes que ofrecen algunas de sus piedras centenarias. Miro hacia la Sierra de San Vicente, desde el comedor de mi casa, y veo la sinuosa línea del horizonte que junta aparentemente el cielo y la tierra, el azul y los montes. Pienso en esa otra línea invisible que separa la vida de la muerte y que va produciendo esa dolorosa e inevitable separación entre quienes quedamos por aquí y quienes la cruzan definitivamente. Sólo el recuerdo es capaz de romper esa separación y traer a los seres queridos hasta el presente. Cada vez que los evocamos, que hablamos de ellos, los mantenemos “con vida” y seguro que nos ayudan con la fuerza de su ejemplo, con la contundencia emanada de la dignidad con la que vivieron.
Esta tarde acudiremos al cementerio, acompañando a mi madre, y pensaremos en mi padre y le mandaremos un abrazo allí donde las palabras son el consuelo ante la ausencia definitiva; allí donde las sonrisas quedaron congeladas en el tiempo; allí donde los afectos recorren las entrañas transformados en fuerza constructiva.
El 20 de agosto ya nunca volverá a ser una fecha sin más; en mi caso, en nuestro caso; está ya cargada de un profundo significado. Es difícil que puedan coincidir dos hechos más notables para la vida de una persona, en un mismo día del año: el nacimiento de un hijo y el fallecimiento del padre. El yin y el yan, la vida y la muerte… Hace un rato he leído los dos textos que escribí hace un año con el título de “La travesía de la vida” y que se publicaron en este blog. Quería comprobar qué efectos producían en mí aquellas palabras. Un año después, me apetece volver a escribir, con serenidad y con emoción, sobre aquellos días de un verano que pasó ya a ser inolvidable y que me dejó, nos dejó, en una situación de serena orfandad con la que deberemos y sabremos vivir el resto de nuestras vidas.
P.D.
1.- Estos días de agosto, algunas personas me han comentado que les gustó y emocionó el texto que escribí en la revista El Gurrión de noviembre de 2008, en memoria de mi padre. También, me han felicitado por el texto que recordaba a Luis Lanau (publicado en ese mismo número de la revista), compañero de juegos y que también falleció el pasado año, unos días antes que mi padre. Al margen de todo, lo que valoro mucho es esa posibilidad de dejar escritas unas palabras emocionadas dedicadas a personas significativas que se pueden leer con el tiempo y que quedan ya para siempre, como silencioso y sentido homenaje, como recuerdo de nuestro paso por este jodido mundo. Y que todo ello sea recogido por EL GURRIÓN que, adquiere de esta manera, una de sus razones de ser y de existir como publicación periódica, como testigo de un tiempo, de una existencia.
2.- Acabo de escuchar la canción de Celtas Cortos “20 de abril”. Me ha apetecido hacerlo porque se trata de una carta que escribe un chico (que se pone a recordar y le invade la melancolía) a una chica, en la que le dice “Hoy ya no queda casi nadie de los de antes…” Al final, el muchacho le dice un inquietante “espero que mis palabras desordenen tu conciencia”, para terminar algo más conciliador: “yo sigo con mis canciones y tú sigues con tus sueños”. Una canción que siempre me gustó y que también evoca un día 20, aunque en este caso se trate del mes de abril (mes de nacimiento de mi padre, por cierto, un 25 de abril).
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