20 de agosto de 2008. Mi padre ha dejado escapar el último aliento. Amanecía cuando su respiración se iba apagando. Llegaba un nuevo día, pero para él, irremediablemente se ha hecho de noche. El azar, que organiza las cosas de una manera curiosa y sorprendente, ha cogido algunos números y los ha dejado entrelazados para siempre: mi padre nació en el año 18 y cumplió en abril 90 años. Mi hijo Daniel, nació en el año 90 y hoy ha cumplido 18 años (se ha hecho mayor de edad el día que su abuelo paterno fallecía). Curiosas coincidencias, sin duda.
Despedir para siempre a tu padre no es un asunto fácil: uno piensa en las palabras que quedaron por decir o en algunas que se dijeron de más, pero sobre todo piensa que nunca más podrá escuchar su voz, ni contemplar su caminar ligero ni verle sudar con una azada en las manos o charlar en un corro un día de fiesta, tampoco mirarle a los ojos, verlo “mudado” con esmero y pulcritud, oírle responder con su clásico “¿bien y tú?” a cualquier saludo, escuchar su silbido característico para convocarnos a casa cuando éramos críos… Piensas en las enseñanzas directas e indirectas recibidas (imposible de enumerar), en los madrugones para ir al monte a buscar leña o a hacer “forquetas”; en las frías mañanas de final de otoño cuando había que recoger las olivas; en las días amarillos de septiembre vendimiando o vareando almendreras; en las huertas-jardín que cultivó con una entrega y un tesón difíciles de explicar, en su decidido deseo de que sus hijos estudiáramos para mejorar nuestro futuro en un tiempo en que tal actitud era infrecuente (y en el enorme precio en esfuerzo y trabajo que tuvo que pagar en compañía de mi madre para mantener esa apuesta)…
Una de las ideas que expresó con frecuencia y que más le rondaban la cabeza, era la de que la familia debía estar unida y que había que intentar superar los pequeños problemas cotidianos. Nunca vivimos discusiones importantes en casa, entre nuestros padres (y no sería porque no hubiera que pasar estrecheces y solventar problemas): esa fue una profunda lección de convivencia. Ese objetivo de unidad familiar lo hemos mantenido sus hijos e hijas y va por muy buen camino, viendo las relaciones de sus nueve nietos y nietas, de los que se sentía tremendamente orgulloso (y aún podría haberlos disfrutado más, si se hubiera despreocupado algo más del trabajo que le ocupó mucho tiempo, incluso a edades en las que buena parte de hombres y mujeres se entregan al placer de ver pasar la vida o recibirla sentados al borde de un camino, en un carasol, en un banco de parque o en un “pedriño” callejero).
Mi padre (y también mi madre) leía todos los días el periódico. Llevan muchos años suscritos al Heraldo de Aragón y estaban al corriente de lo que pasaba en el mundo. En los últimos tiempos estaba algo más pesimista con el futuro del mundo, leyendo las noticias que leía en la prensa o que escuchaba en la televisión. Para alguien que había vivido la Guerra Civil con toda su infinita crudeza, veía las deportaciones, los éxodos, los efectos directos y devastadores de las guerras con enorme preocupación y con gesto serio, al recordar episodios similares vividos en carne propia…
21 de agosto de 2008. Hemos enterrado a mi padre. Ha salido de su casa por última vez, acompañado de toda la familia, de los vecinos del pueblo y de muchas personas venidas de otros lugares de la comarca. Ha sido un día emotivo, como no podía ser de otra manera y muy de agradecer la compañía de la gente que se ha desplazado hasta Labuerda para estar con nosotros, sus familiares más directos. Mi padre no quería coronas de flores en su entierro; nos lo recordó con frecuencia (yo, bromeando, le decía que me parecía un deseo razonable en una persona que se apellidaba “Coronas”). Tenemos un sentimiento de tranquilidad por haberle podido cuidar en casa y acompañarle en sus últimos días y eso mitiga en gran medida el dolor que se siente al perderlo definitivamente. Sus mensajes flotan en el aire, sus consejos, sus palabras están esculpidas en el interior de cada uno de nosotros y todos podemos recordar algo que nos dijo o que le escuchamos decir, una sonrisa o un enfado, una orden o una explicación de por qué había que hacer esto o aquello…
Hoy, al finalizar el oficio religioso, sus nietas Patricia y Ana han leído en la iglesia unas líneas que escribí anoche, pensando en él:
“Nuestro abuelo Mariano tenía una apariencia menuda, un andar ligero y un porte poco exuberante, pero disponía de una savia inmejorable. Esa savia interior tenía unas características muy especiales: fortaleza, determinación, lealtad, honestidad y dignidad. Con estos sólidos conceptos es fácil construir una persona admirable, de la que nos sentimos orgullosas herederas.
Un día ya lejano, cuando éramos pequeñas, nos enteramos de que el abuelo Mariano sembraba árboles: nogales, carrascas, robles… crecían a partir de las semillas que él iba enterrando en el monte. Pasó algunos otoños acudiendo casi diariamente a realizar ese trabajo que a él le parecía noble y necesario.
Cuando alguien planta un árbol es porque cree en el futuro, es porque piensa que serán sus hijos o sus nietos quienes recogerán los frutos o podrán sentarse a descansar bajo su sombra.
Su ejemplo de persona leal, cultivadora de la amistad, respetuosa, responsable con el trabajo bien hecho, poco dado a presumir y muy dado a trabajar en silencio son valores que nos ha transmitido a través de esa ramificación familiar que, como un árbol casi centenario, nos cobija, nos orienta y nos ofrece los frutos nacidos y recogidos a lo largo de toda una vida. Nuestra abuela María Teresa, con quien compartió 55 años de vida, seguirá velando para mantener vigente esa herencia.
A nuestro abuelo Mariano no sólo lo vamos a echar de menos, lo vamos a echar siempre de más, porque va a seguir viviendo en nuestro emocionado recuerdo.
Nunca olvidaremos que:
Cada arruga de sus manos
era fértil surco, cosecha;
las de la frente eran fuentes,
manantiales de experiencia.”
Y para finalizar este post, recuerdo su agradecimiento por unas coplas que le dediqué en 1995, publicadas en el número 62 de la revista EL GURRIÓN y que pondrían punto final, al menos de momento, a LA TRAVESÍA DE LA VIDA de mi padre. Están escritas en aragonés.
Tiens as mans encallecidas / de treballar sin aliento, /de sofrir calor y fríos / en verano y en invierno.
De chicote me dezibas / que a tierra eba que amar, / cudiala con muito mimo / y sabe-la treballar.
Un diya bide o sudor / que te manaba d´a frente; /siñal de que os labradors / treballan bien de valiente.
Creziba y me feba gran / beyendo os tuyos esfuerzos / con as vacas, con as yerbas / con as tierras y os torruecos.
En os ibiernos charrabas / -rodiando o fogaril- /historias d´aquella guerra / y o que t´os tocó sofrir.
Tiens a mans bien arrugadas / y a mirada pensativa / de dignidá y rispeto / ye ejemplo a tuya vida.
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