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FIGOLS DE TREMP

Es probable que este nombre no te diga mucho; tal vez nada. Se trata de un pueblo muy pequeño, a mitad de camino entre Pont de Montañana (Huesca) y Tremp (Lleida), en la comarca del Pallars Jussá. El pueblo está casi deshabitado, pero desde hace unos años, se están arreglando las casas e incluso se están haciendo algunas nuevas. En los fines de semana, puentes laborales y épocas vacacionales, cada vez acude más gente a ocupar su segunda residencia o a hospedarse en una hermosa casa de turismo rural.
Es el pueblo natal de Mercè y hoy hemos viajado hasta allí para pasar el día, rodeados de colores amarillos y del silencio. Hemos cogido “olibas” verdes y negras que arreglaremos para ir comiendo durante el año. Hay pocos árboles tan generosos como el olivo (la “olibera” aragonesa); sin hacerle nada, suele depositar amablemente en tus manos la cosecha anual para que lo “ordeñes” cuidadosamente y recojas su fruto sin problemas. Tanto Mercè como yo tenemos recuerdos de infancia relacionados con la recogida de la aceituna. Hacía más frío entonces. Se madrugaba y se soportaban escarchas memorables que dejaban las yemas de los dedos congeladas. Hacía falta hacer una hoguera y acercarse cada poco rato a calentarse; en ocasiones, cuando los olivos estaban cerca de la casa, se llenaba un “pozal” de cinc con ceniza y brasas del fogaril y se llevaba al campo para que la gente se fuera calentando los dedos.
También hemos recogido uvas en las parras. Se las hemos disputado valientemente a un enjambre de avispas, abejas y moscas gordas que formaban un coro amenazador de vibraciones sonoras. Valía la pena. A estas alturas de vendimia, cada grano de uva es una gota de miel y, aunque los racimos estaban picoteados y algunos granos convertidos en pasas, hemos llenado una caja (¡y los que nos hemos comido allí mismo hubieran llenado otra..., más pequeña, eso sí!).
Estar en Figols es volver a los orígenes. Tienes la era y el campo alrededor de la casa y los campos de los vecinos un poco más allá. El fogaril quema sarmientos de la última poda y trozos de leña de “olibera” arrancada hace tiempo. Los pequeños barrancos generan un sinuoso espacio de vegetación arbustiva: encinas, robles, arces, almeces, espinos, algún chopo... Algunos de ellos vistiendo unas tonalidades tan hermosas que no sabría describirlas. El silencio es casi total; Escasamente se escuchan los coches que pasan por la carretera, alejada de donde nos encontramos. Sólo los mirlos (las “tordas negras” de mi infancia) que llegan ruidosamente con sus vuelos rasantes para esconderse entre las zarzas, los pinzones (“pinchanes”) de vuelo acompasado y débil grito y el petirrojo (“papirroi”) que anuncia con sus intermitente canto que declina la tarde, nos acompañan. ¡Lástima de la temprana noche de noviembre! Su inminente llegada, en esta ocasión, es la señal de que debemos iniciar el camino de vuelta. La chimenea deja salir un débil hilo de humo, generado por las brasas semiapagadas y la llave chirría en la cerradura cuando le damos las dos vueltas necesarias para dejar la casa cerrada. El otoño es para vivirlo en los pueblos y nos pasamos la vida soñándolo.

1 comentario

víctor -

Leyendo tu texto he recordado un artículo que Pedro Arnal Cavero escribió en 1933 en la revista "Aragón": A rematadura. Mañana lo colgaré en la web.

A ver si encuentras tiempo, Mariano, y nos escribes un poco todos los días.

Abrazos,
v.